José Gregorio Hernández en mi biblioteca |
José Gregorio
Hernández me cae bien. Hombre de
luces en una aldea oscura llamada Caracas, fue médico, investigador y miembro
fundador de la Academia Nacional de la Medicina. Un hombre culto, científico y
a la vez ferviente religioso porque así somos de inexplicables. Su muerte hace
ya 92 años, atropellado por el auto de su amigo Fernando Bustamante, quien
pensaba pedirle al doctor que fuera padrino de su hija por nacer, fue una
tragedia nacional, selló la desgracia de un pobre tipo cuyo único pecado fue
estar en el sitio equivocado y en el momento impropio (Bustamante moriría en
Curazao en 1981) y comenzó el lento y torpe ascenso de José Gregorio Hernández
Cisneros a los altares.
Se dice que el
expediente de su santidad preparado para las autoridades vaticanas no le
garantizaría ni un suplencia en las conserjerías de Dios. Así fue de chapucero.
En respuesta a tanta burocracia, el vulgo lo aventó a las mecánicas del
sincretismo, al que tan alérgica es la curia romana, y el contubernio con
deidades paganas no le mejoró la perspectiva. Al sol caraqueño de hoy, sigue
cual Penélope serratina, esperando el milagro de hacer un milagro que le
permita tratarse de tú a tú con Teresa de Calcuta, que entró a los cielos por
la puerta VIP y más rápido que ya.
A José Gregorio
se la han puesto difícil. Lo más que logró fue que Juan Pablo II, papa con
nombre de urbanización, lo declarara Venerable, que es como un técnico
medio. Mientras llega el día final de su suerte (varias monjas bien
apoyadas se le han adelantado por la derecha) sigue presente en las estampitas
y los altares populares, rodeado de indias, negros, próceres y malandros. Su
tumba en la iglesia de La Candelaria es sitio de obligado paso. Un periodista
oportunista y ateo aprovechó el parecido de los nombres y la pinta para hacer
campaña por la Presidencia de la República vestido como él, con el trajecito
negro y las manos a la espalda. Afortunadamente, José Gregorio decidió no
gastar su primer milagro en semejante esperpento.
Sus aportes a la
salud pública aún son reconocidos y loados. Y su estampa de hombre bueno y bien
peinado que mira desde las fotos, trasmite la paz de los parientes queridos.
Me
gusta José Gregorio porque es un santo alternativo que no habla de los
infiernos que se abrirán bajo mis pies, sino de la posibilidad de traer un
poquito de cielo al cada día. En el mueble donde escribo tengo una pequeña
efigie suya y lo miro de a ratos, y me alegra la jornada. Porque, por esas
cosas de la manufactura taiwanesa, mi José Gregorio no se parece a José
Gregorio sino a Beatriz Valdés cuando se vistió de hombre en La Bella del
Alhambra.