La primera vez que supe de Simón Díaz me estaban obligando a quererlo.
Eran los años ochenta, y había
aterrizado en La Habana, por razones que no me interesa averiguar, la
periodista venezolana Isa Dobles a
hacer lo que hoy tanto nos molesta de Sean
Penn. Y diría que más, porque Penn no tiene programas en la televisión
para explicarles a los venezolanos cuán tontos son si no besan la tierra por
donde camina su líder, ni “entrevista” próceres, desde Simón Bolívar a José Martí, que confirmen a través de actores caracterizados, que
el presente que vivimos es el corolario natural de sus prédicas.
Entre necrofilias y reportajes a
algún portento de la Revolución que yo -ya un profesional de la televisión, pero con
huecos en las suelas de mis dos únicos pares de zapatos- no había aprendido a
amar como debía, Isa Dobles colocaba videos musicales venezolanos. Ahí conocí y
agradecí los primeros clips de Ricardo
Montaner, Franco de Vita, y
aquel Manantial de Corazón de Yordano que dirigió Henrique Lazo, donde las pobres
víctimas del capitalismo atroz podían hasta bailar bajo la lluvia sin emparamarse
los pies como yo, usufructuario del paraíso socialista. Y ahí también vi y escuché por primera
vez a Simón Díaz.
El encuentro tenía todo en contra.
Para empezar: el vehículo. La señora Dobles -hoy ferviente opositora, respetada
por sus colegas y de cuya integridad no dudo- era muy poco querida en Cuba. Por
decir lo menos. A nadie le gusta que venga otro a aleccionarte sin ponerse en
tu lugar. Para seguir: los suyos no eran videoclips sino meros registros de imagen y
audio del artista, con cero inversión de producción, versus las coreografías y
el charm abrumadoramente urbano del
material de Sonográfica y Rodven.
Y para terminar: porque la música
campesina siempre me fue muy cuesta arriba. Soy de esos pocos que no tienen
absolutamente ningún ancestro bucólico, ni un abuelo con el taburete recostado a
la pared mirando el atardecer ni una nana que me durmiera cantando los
prolegómenos del ganado bovino. Mi único contacto con el campo era a través de
un infame programa de televisión que el canal 6 trasmitía los domingos a las 7
de la noche, y que se llamaba Palmas y
Cañas, donde glorias de la música campesina cubana intentaban hacer lo suyo
bajo una avalancha de propaganda política, en un estudio deplorable y vistiendo
aún las guayaberas que compraron antes de 1959. Odiaba el punto guajiro cuando escuché la música llanera, y
el desprecio se trasladó naturalmente del uno a la otra.
Pero como al que no quiere caldo
le dan tres tazas, terminé en esta ribera del Arauca.
Debo decir que me hice venezolano
con Simón Díaz. Con él entendí cómo se codifica aquí la palabra cariño. Mis
amores en esta tierra han sido garzas moras dando combate. Mis amigos tienen la
picardía del mirón que prolonga un segundo más la radiante visión de Mercedes bañándose a las orillas del
río. La familia que elegí son arroyitos todos que no han cesado de traerme
flores por el amanecer. Aquí se
olvida quitándole dulzor a los cerezos, se quedan contigo aunque se vayan muy
lejos y debajo de cada pesar corren las penas del alma. Simón es una plaza
donde terminamos por encontrarnos todos, los catires y los morenos, los orientales y los andinos, los de arriba, los del medio y los de abajo. En
estos tiempos de odio nadie como él acaricia el lomo hirsuto del país,
convocándonos desde el lado bueno de esta irrenunciable sabana salpicada de
concreto.
Y es mera anécdota que varias de
las voces más importantes del mundo lo tengan en su repertorio, que haya
recibido un Grammy, que el diletante Almodóvar o la sabia Pina Bausch
musicalicen sus historias con él, ni que el actual gobierno, que por años lo
ignoró por no ser uno de los suyos, haya suspendido un instante su
soberbia para otorgarle el Premio Nacional de Música. Simón es importante
así no lo haya conocido nadie nunca, simplemente porque se parece al país que describe mucho
más de lo que los propios venezolanos son –somos- capaces de admitir.
Por eso me enamoró, por
eso hoy soy otro de sus sobrinos.
Con Simón Díaz, en el patio de su casa. 2002 |