Ahora es la hora de mi turno
el turno del ofendido por años silencioso
a pesar de los gritos
ROQUE DALTON (1935-1975)
Quiero que no me abandones, amor mío
Al alba.
LUIS EDUARDO AUTE
Cuando llegué a Venezuela pasé
mis primeros meses, quizás mis primeros años, sin poder decir en voz alta el
nombre de aquel por quien me había ido de Cuba. Mis amigos se reían y hacían
chistes sobre la cobardía de mi gentilicio. Aseguraban que jamás algo así
sucedería en esta tierra de gente arrecha a la que no le gusta que le hablen
golpeao.
Creo que tras 14 años con Hugo
Chávez podemos por fin hablar de igual a igual. Ya conocen la omnipresencia del miedo en cada instancia de la
vida que me hacía mirar a todas partes antes de abrir la boca. Les corre por la
sangre la certeza de estar cometiendo un delito que en algún momento tipificarán
y los condenará. Saben, como yo sé, lo que es bajar la cabeza, aceptar las
condiciones de El Poder, firmar papeles que odiamos y corear consignas que nos
asquean; despachar a los castigados con un “algo habrá hecho”, esa indigna
frase que se ha dicho en todos los idiomas y todos los tiempos, siempre con el
mismo significado de alivio porque esta vez el verdugo tocó a otros y no a uno.
No me canso de decir que la
relación con El Poder es una delicada danza donde cada paso es vital. Su ritmo
se establece desde que le regalas un caramelo a una recepcionista para que te
adelante un trámite. Cuando cruzas la calle a la carrera para que los carros no
te atropellen. Si legitimas los términos del agresor repitiendo como chiste que
eres gusano, escoria, majunche, escuálido.
Cuando no entiendes que el presidente de tu nación es un servidor público,
alguien empleado por ti para que ejerza por un lapso establecido en las leyes,
y no el capataz de tu vida.
Me gusta decirle “alcalde” a quien
es alcalde. No Juanito ni Pepe. Pero jamás será “mi alcalde”. Muchísimo menos, desde mi estatura y mi dignidad de civil,
aceptaré llamarle “mi comandante” a alguien que no me comanda porque no soy
soldado.
La sumisión a El Poder llega sin
anunciarse. Un poco hoy, y luego más, hasta que se nos olvida que alguna vez
tuvimos albedrío. Las pocas libertades que conozco, me las regaló Venezuela,
aquel pueblo arrecho que no aceptaba que le hablaran golpeao, y que a la vuelta de 14
años permite hasta que le icen la bandera de otro país en sus astas.
Mañana voy a votar. Será la
tercera vez en mi vida. Y la primera que lo hago con alegría y no sólo por
obligación. Voto con la miedosa valentía que me enseñaron en mi tierra,
temblando de ternura y de pavor. Es muy doloroso dejarlo todo atrás para seguir callado por el mundo. Encabrona vivir chantajeado más allá de tus fronteras y
de tu vida sólo por llegar a Rancho Boyeros y que no te detengan. Voto por la
gente que quiero, que son más de lo que yo mismo imaginaba. Voto, incluso por
los que, inexplicablemente, aún creen que este gobierno tiene alguna reserva
moral. Voto porque he tenido tiempo de desglosarlos: sé quiénes de ellos serán
las futuras víctimas de un sistema que sobrevive gracias a la constante
búsqueda de enemigos que le permiten dar otra vuelta de tuerca. Sé quienes,
para salvarse, mirarán hacia otro lado. Y, sobre todo, estoy seguro de quiénes
van a ser los futuros victimarios. Tuve demasiados en mi vida para no reconocer
una mirada de odio agazapada.
Una mujer muy destemplada me gritó
en Cuba que yo “tenía” que ser chavista porque era él quien los mantenía. El
embajador venezolano en La Habana, confesó que votar por Chávez es votar por Fidel.
Ambos tienen razón.
Pero el caso es que mañana soy yo el que vota
en Venezuela, porque vivo en Venezuela. Y soy venezolano. Como Rosa Parks, quizás no
sea revolucionario, pero estoy muy cansado. Y sobre todo, en algún momento entre
1992 y hoy, llegué a la conclusión de que estoy hasta los cojones de que me
hablen golpeao.