Magdalena "Mima" Menasses (o Meneses según otros) Rovenskaya fue una rusa blanca que, huyendo de la Revolución de Octubre, vagó por medio mundo hasta encontrar el sitio perfecto donde retomar su vida en paz: Baracoa, pueblito de Cuba que hasta para los cubanos queda lejos.
Allí montó un pequeño hotel y ahí, en el último lugar posible, la alcanzó aquello de lo que había querido escapar.
Cuando llegué a Venezuela pasé
mis primeros meses, quizás mis primeros años, sin poder decir en voz alta el
nombre de aquel por quien me había ido de Cuba. Mis amigos se reían y hacían
chistes sobre la cobardía de mi gentilicio. Aseguraban que jamás algo así
sucedería en esta tierra de gente arrecha a la que no le gusta que le hablen
golpeao.
Creo que tras 14 años con Hugo
Chávez podemos por fin hablar de igual a igual. Ya conocen la omnipresencia del miedo en cada instancia de la
vida que me hacía mirar a todas partes antes de abrir la boca. Les corre por la
sangre la certeza de estar cometiendo un delito que en algún momento tipificarán
y los condenará. Saben, como yo sé, lo que es bajar la cabeza, aceptar las
condiciones de El Poder, firmar papeles que odiamos y corear consignas que nos
asquean; despachar a los castigados con un “algo habrá hecho”, esa indigna
frase que se ha dicho en todos los idiomas y todos los tiempos, siempre con el
mismo significado de alivio porque esta vez el verdugo tocó a otros y no a uno.
No me canso de decir que la
relación con El Poder es una delicada danza donde cada paso es vital. Su ritmo
se establece desde que le regalas un caramelo a una recepcionista para que te
adelante un trámite. Cuando cruzas la calle a la carrera para que los carros no
te atropellen. Si legitimas los términos del agresor repitiendo como chiste que
eres gusano, escoria, majunche, escuálido.
Cuando no entiendes que el presidente de tu nación es un servidor público,
alguien empleado por ti para que ejerza por un lapso establecido en las leyes,
y no el capataz de tu vida.
Me gusta decirle “alcalde” a quien
es alcalde. No Juanito ni Pepe. Pero jamás será “mi alcalde”. Muchísimo menos, desde mi estatura y mi dignidad de civil,
aceptaré llamarle “mi comandante” a alguien que no me comanda porque no soy
soldado.
La sumisión a El Poder llega sin
anunciarse. Un poco hoy, y luego más, hasta que se nos olvida que alguna vez
tuvimos albedrío. Las pocas libertades que conozco, me las regaló Venezuela,
aquel pueblo arrecho que no aceptaba que le hablaran golpeao, y que a la vuelta de 14
años permite hasta que le icen la bandera de otro país en sus astas.
Mañana voy a votar. Será la
tercera vez en mi vida. Y la primera que lo hago con alegría y no sólo por
obligación. Voto con la miedosa valentía que me enseñaron en mi tierra,
temblando de ternura y de pavor. Es muy doloroso dejarlo todo atrás para seguir callado por el mundo. Encabrona vivir chantajeado más allá de tus fronteras y
de tu vida sólo por llegar a Rancho Boyeros y que no te detengan. Voto por la
gente que quiero, que son más de lo que yo mismo imaginaba. Voto, incluso por
los que, inexplicablemente, aún creen que este gobierno tiene alguna reserva
moral. Voto porque he tenido tiempo de desglosarlos: sé quiénes de ellos serán
las futuras víctimas de un sistema que sobrevive gracias a la constante
búsqueda de enemigos que le permiten dar otra vuelta de tuerca. Sé quienes,
para salvarse, mirarán hacia otro lado. Y, sobre todo, estoy seguro de quiénes
van a ser los futuros victimarios. Tuve demasiados en mi vida para no reconocer
una mirada de odio agazapada.
Una mujer muy destemplada me gritó
en Cuba que yo “tenía” que ser chavista porque era él quien los mantenía. El
embajador venezolano en La Habana, confesó que votar por Chávez es votar por Fidel.
Ambos tienen razón.
Pero el caso es que mañana soy yo el que vota
en Venezuela, porque vivo en Venezuela. Y soy venezolano. Como Rosa Parks, quizás no
sea revolucionario, pero estoy muy cansado. Y sobre todo, en algún momento entre
1992 y hoy, llegué a la conclusión de que estoy hasta los cojones de que me
hablen golpeao.
La primera vez que supe de Simón Díaz me estaban obligando a
quererlo.
Eran los años ochenta, y había
aterrizado en La Habana, por razones que no me interesa averiguar, la
periodista venezolana Isa Dobles a
hacer lo que hoy tanto nos molesta de Sean
Penn. Y diría que más, porque Penn no tiene programas en la televisión
para explicarles a los venezolanos cuán tontos son si no besan la tierra por
donde camina su líder, ni “entrevista” próceres, desde Simón Bolívar a José Martí, que confirmen a través de actores caracterizados, que
el presente que vivimos es el corolario natural de sus prédicas.
Entre necrofilias y reportajes a
algún portento de la Revolución que yo -ya un profesional de la televisión, pero con
huecos en las suelas de mis dos únicos pares de zapatos- no había aprendido a
amar como debía, Isa Dobles colocaba videos musicales venezolanos. Ahí conocí y
agradecí los primeros clips de Ricardo
Montaner, Franco de Vita, y
aquel Manantial de Corazón de Yordano que dirigió Henrique Lazo, donde las pobres
víctimas del capitalismo atroz podían hasta bailar bajo la lluvia sin emparamarse
los pies como yo, usufructuario del paraíso socialista. Y ahí también vi y escuché por primera
vez a Simón Díaz.
El encuentro tenía todo en contra.
Para empezar: el vehículo. La señora Dobles -hoy ferviente opositora, respetada
por sus colegas y de cuya integridad no dudo- era muy poco querida en Cuba. Por
decir lo menos. A nadie le gusta que venga otro a aleccionarte sin ponerse en
tu lugar. Para seguir: los suyos no eran videoclips sino meros registros de imagen y
audio del artista, con cero inversión de producción, versus las coreografías y
el charm abrumadoramente urbano del
material de Sonográfica y Rodven.
Y para terminar: porque la música
campesina siempre me fue muy cuesta arriba. Soy de esos pocos que no tienen
absolutamente ningún ancestro bucólico, ni un abuelo con el taburete recostado a
la pared mirando el atardecer ni una nana que me durmiera cantando los
prolegómenos del ganado bovino. Mi único contacto con el campo era a través de
un infame programa de televisión que el canal 6 trasmitía los domingos a las 7
de la noche, y que se llamaba Palmas y
Cañas, donde glorias de la música campesina cubana intentaban hacer lo suyo
bajo una avalancha de propaganda política, en un estudio deplorable y vistiendo
aún las guayaberas que compraron antes de 1959. Odiaba el punto guajiro cuando escuché la música llanera, y
el desprecio se trasladó naturalmente del uno a la otra.
Pero como al que no quiere caldo
le dan tres tazas, terminé en esta ribera del Arauca.
Debo decir que me hice venezolano
con Simón Díaz. Con él entendí cómo se codifica aquí la palabra cariño. Mis
amores en esta tierra han sido garzas moras dando combate. Mis amigos tienen la
picardía del mirón que prolonga un segundo más la radiante visión de Mercedes bañándose a las orillas del
río. La familia que elegí son arroyitos todos que no han cesado de traerme
flores por el amanecer. Aquí se
olvida quitándole dulzor a los cerezos, se quedan contigo aunque se vayan muy
lejos y debajo de cada pesar corren las penas del alma. Simón es una plaza
donde terminamos por encontrarnos todos, los catires y los morenos, los orientales y los andinos, los de arriba, los del medio y los de abajo. En
estos tiempos de odio nadie como él acaricia el lomo hirsuto del país,
convocándonos desde el lado bueno de esta irrenunciable sabana salpicada de
concreto.
Y es mera anécdota que varias de
las voces más importantes del mundo lo tengan en su repertorio, que haya
recibido un Grammy, que el diletante Almodóvar o la sabia Pina Bausch
musicalicen sus historias con él, ni que el actual gobierno, que por años lo
ignoró por no ser uno de los suyos, haya suspendido un instante su
soberbia para otorgarle el Premio Nacional de Música. Simón es importante
así no lo haya conocido nadie nunca, simplemente porque se parece al país que describe mucho
más de lo que los propios venezolanos son –somos- capaces de admitir.
Por eso me enamoró, por
eso hoy soy otro de sus sobrinos.
Pocos días después de su muerte, el 16 de julio de 2003, compartí plana en el diario EL NACIONAL con el cubano Leonardo Padura y el venezolano Ibsen Martínez. Fueron tres semblanzas, desde diferentes sitios y momentos, de la misma mujer: Celia Cruz. Este fue mi testimonio.
LA VIDA ES UN CARNAVAL
Yo no conocí a Celia Cruz hasta que tuve 34 años.
Sabía, eso sí, que existía. En mi casa había un disco de 78 rpm, de los que tenían
una canción por cada lado, y en una de ellas Celia cantaba algo que a mis oídos
infantiles sonaba como Yembe laroko.
Y esa crueldad que sólo los niños disfrutan sin culpa lo transformó en Ñengue está loco. Ñengue era, como lo
proclamaba mi versión y perversión, el loco de la cuadra, un pobre diablo que
erraba por La Habana de mi infancia, perdido entre babas y torturado por los
mataperros hasta que lo encerraron en Mazorra y le secaron los sesos a golpes
de corriente alterna.
Pero no sólo Ñengue se enfurecía al escuchar el
estribillo latiguillo. También otros, tal vez sin babas, pero igual de
perdidos, habían convertido a Celia, una mujer cuyo único delito era cantar
como un ángel contralto, en motivo de calenturas.
Celia se les había escapado entre las patas y ahora
–o entonces- erraba por el mundo buscando casa y alivio. Disfrutaban, quizás,
en su demencia política y apocalíptica, el perverso placer de saberla
extrañando, de creerla perdida. Pero lo que nunca imaginaron sus verdugos, los
que la escamotearon del paisaje sonoro de dos generaciones de cubanos en la
isla es que, buscando el país que le negaban, Celia Cruz se hizo Cuba. Y nos enseñó a hacernos cubas, porque el país, la
patria o comoquiera que se le llame según el grado de cursilería patriótica que
uno lleve en sangre, va con uno no importa dónde.
Si alguna vez pensaron que Cuba sería una sola; la
de ellos donde sólo ellos tendrían cabida, se equivocaron tanto que hasta da
pena ajena: lo único que lograron fue crear tantas cubas como cubanos somos. Y
entre las tantas cubas donde cada cual da cobijo a sus afectos, a sus muertos y
a sus porvenires, la Cuba de Celia Cruz fue la más hermosa. Una Cuba que
cantaba en sus pelucas insólitas, que reía tanto que uno podía tocarla y
regresar montado en ella al patio de la casa, que es particular, que llueve y
se moja como sólo el patio de uno, con la madre de uno en todas partes,sabe hacerlo.
Tengo tanto que agradecerle a Celia que mejor ni le
agradezco, porque eso significa que se acabó lo que se daba, que olvídate del
tango y que agárrate de la brocha, que me llevo la escalera. Pensar que ya no
va a estar en algún lado, siendo
Cuba, es quedarme solo en este viaje. Y ese es un lujo que no puedo darme.
Casualidades de la muerte: también se nos va Compay
Segundo, un negrazo magnífico que languideció por décadas hasta que un gringo
con resabios hawaianos lo reveló al mundo. En La Habana estarán llorando al
Compay; en Miami a Celia. Millones de cubanos en la isla han tenido hoy un día
normal, sin sobresaltos. A qué enfermo mundo nos han traído.
Por mi parte, acabo de inscribir tres nuevos ciudadanos
en mi cuba personal, y eso me alegra. Celia canta y el Compay le hace esa
segunda impredecible que sólo a él fue revelada. Ñengue baila con el cerebro
seco de tanto electroshock que le dieron en Mazorra. Los loqueros lo persiguen
y se les desvanece. Ñengue por fin es libre de babear en esta fiesta que poco a
poco va remando mi cuba personal hacia un caribe enorme donde algún día cabrán
todas nuestras islas.
Y en la proa baracoa, va Celia vestida de Cuba.
Vestida de Celia, bailante, rampante, campante.
Esa es su moraleja: no hay que llorar. Que la vida
es un carnaval.
Hace 5 años apagaron la señal de Radio Caracas Televisión (RCTV), uno de
los dos más importantes canales de Venezuela. El gobierno disfrazó el ejecútese como una decisión técnica: el fin de la concesión radioeléctrica. Pero el actor Sean Penn, mejor dateado por pertenecer al entourage del que manda en Miraflores, aseguró en el show de David Letterman que desde allí se incitaba diariamente al magnicidio.
Más allá de ser hora de que el
señor Penn se responsabilice por sus acusaciones -y en caso de no presentar pruebas, sea llevado a tribunales por difamación- el final de Radio
Caracas como señal abierta -y el posterior acoso a que fue sometido hasta que no
tuvo otra opción que rendirse- sigue siendo una llaga supurante en las manos del país.
RCTV supo vender una imagen de modesta empresa familiar atendida por sus dueños. Criolla, honrada, progresista, y resteada con los intereses nacionales,
en nada sutil comparación con Venevisión,
su poderoso y transnacional rival: “el
canal de los cubanos” como me lo definieron con desprecio cuando aterricé
en Caracas en 1992. A RCTV la fundó
un norteamericano, y en 54 años de vida pública, su desempeño no fue ni mejor
ni peor que el de cualquier negocio que funcione al amparo del capitalismo tercermundista. Producía en moneda devaluada, vendía en sólidos dólares, invertía sólo en lo imprescindible y sacaba de sus contratados lo más que se permite, pagando lo menos tolerable y escamoteando, como todos, los royalties. Pero regalándote un jamón planchado en diciembre.
Su muerte, trasmitida en directo
el 27 de mayo de 2007, y los minutos de nervioso silencio que mediaron hasta el
nacimiento de Tves, el canal “social
y educativo” que el gobierno metió atropelladamente en su frecuencia, no tenía
móviles vindicatorios. Fue el desenlace de un largo pulso entre el militar de
Miraflores y Marcel Granier, presidente
y hábil empresario que nunca ocultó sus ambiciones políticas, y de cuya mano RCTV
se convirtió en un poder temido, capaz de hacer leña de cualquier nombre que le
fuera adverso. Se dice que una telenovela suya fue responsable
de la caída del presidente Carlos
Andrés Pérez. Ni tan calvo, pero como otros medios y personalidades de esa
izquierda generosamente subvencionada por la democracia, hizo tan efectiva labor
de zapa a favor de la antipolítica, que cuando el golpista barinés entró a escena,
Venezuela creyó ver al Mesías.
Yo trabajé en esa televisora que se llamaba Radio, y en ella conocí a muchos de los profesionales que más respeto. Era una empresa de andar por casa, sin protocolos, metida en
unos pocos edificios interconectados por pasillos insólitos, donde todos
terminábamos por hacernos amigos. Su línea editorial inquieta atrajo a la inteligentzia y
parió algunos de los mejores programas de nuestra historia, aunque sus más
sonados éxitos mundiales -Topacio, Cristal y Cassandra, por citar algunos- hayan sido remakes de historias que la cubana Delia Fiallo había escrito antes para el odiado canal dela competencia.
Cinco años después, el país es lo mismo, pero peor. El indetenible mandón que ganó aquella
vez la partida, es hoy un asustadizo mortal entregado a las falacias de la
magia negra y el tinte de cabello, clamando por el milagro de un extrainning.
Cientos de compañeros quedaron desempleados y aún intentan
reconstruir sus vidas, mientras Granier sigue siendo el mismo caballero de vestir impecable, bigote de manubrio y hablar pausado. La saturación del mercado bajó las expectativas económicas de
quienes tenemos la suerte de aún hacer nuestro oficio. El último vocero de su línea editorial, el
periodista Miguel Angel Rodríguez,
es hoy diputado opositor, y aún pretende vendernos como virtud teologal su
grosera prepotencia. Florecieron el teatro comercial y los talleres de actuación.
Muchos talentos emigraron, otros se internacionalizaron, que no es lo mismo,
aunque lo parezca.
En la señal del 2 languidece
Tves, aquel “canal social” con que el gobierno pretendió justificar su abuso.
Es tan írrito, que ni las constantes acusaciones de corrupción entre sus capitostes
logran llamar la atención. No envidio la suerte de quienes se echaron al hombro
el lastre histórico de celebrar aquel parto sobre las carnes chamuscadas de sus colegas. Muchos eran ex empleados, despedidos como yo lo fui en mi
momento: como muchísimos otros en una empresa con 54 años de existencia. El
hambre tiene cara de perro, si lo sabré. Pero cuando caminas por la cuerda
floja del resentimiento debes saber que otros resentidos con más equilibrio te van
a tumbar. Hoy están tan quebrados, financiera y moralmente, como los miles que
condenaron entre risas y música llanera aquella madrugada que no hacía falta.
La pátina de la nostalgia se ha
posado sobre la televisora que se llamaba Radio. Su ética impoluta la convierte en el correlato audiovisual de Fe
y Alegría u Hogares Bambi. Sus producciones: sin duda lo mejor de nuestra historia. Y el señor
Granier: un cruce entre San Jorge y aquel niño holandés que salvó a su país tapando una filtración en el dique con su dedito. La fantasía es una gitana que hay que mantener
a raya. Y uno de los retos de Venezuela es asumir de una buena vez que este lodo en que chapoteamos viene de aquellos polvos. Que una nación es una
responsabilidad compartida, y que nuestras élites intelectuales –entre las que,
por supuesto, se inscribe el canal de Granier- destejieron festinadamente la moral de la República, hasta que cayó en las manos de un militar sin otro norte que la
venganza; mientras las fuerzas políticas fueron –y aun pretenden ser- tan
miserables que no le dejaron opción a la democracia como sistema. Y que
millones de ciudadanos de a pie –tú, nosotros- nos hemos condenado sistemáticamente con el voto o el silencio.
Cinco años no alcanzan para poner
en perspectiva un momento tan lacerante para nuestro paisaje afectivo como lo es el cierre de
RCTV, lo sé. Fundamental es no olvidar, pero debemos atajar cualquier intento de elevar a
los altares una empresa con las mismas virtudes y mezquindades que las demás,
cuya directiva hizo una apuesta, y la perdió. No fue el cerco de Numancia
para la Democracia, pero tampoco la toma del Palacio de Invierno para la Revolución. No hubo villanos ni héroes en esa escaramuza: apenas vencedores y
vencidos.
Pero el juego termina cuando
termina. No pierdo la esperanza de volver a ver RCTV en
un país que se parezca a lo que mereceríamos si fuéramos responsables. Lo digo
por toda la gente maravillosa que allí conocí y quiero. Porque nadie es
quién para ordenarle el gusto al ciudadano. Por la pluralidad y los espacios
donde mis compañeros crezcan y repartan el don bendito de la imaginación. No el
RCTV del “quinto piso” de Presidencia, sino el de los estudios mal insonorizados, el cafetín del sótano, el fantasma de la mujer que deambulaba por los pasillos; el de Cionora, Doris, Indira, Jenny, Lucy, Simona y
tantos otros nombres que arropan mi vida en este país.
Pero de la misma manera, celebraré
que su gerencia retome el mando practicando por primera vez esa decencia en
cuyo nombre dijo inmolarse.
Reseñar muertes no es asunto de blogs. Celebrar vidas, quizás.
Recordarlas con el profundo encabronamiento que deja la ausencia, no sé en qué categoría
cabe.
Leí por algún lado que hay un momento en que la vida deja de
darte y comienza a quitarte. Los que nos hemos ido de nuestros mundos, aprendimos eso a destiempo,
por eso nos diseñamos paisajes caprichosos, con más ganas que nostalgias, y más
esperanzas que resabios, y en ese decorado intentamos seguir viviendo.
Por eso duele el doble cuando a ese paisaje comienzan a
faltarle árboles. Y un día te
llega la noticia de que ya no sale más el sol por casa de Lichi, y luego que Lulú
se marchitó. Ninguna
de esas noticias era inesperada, pero eso no las hace menos hirientes.
Hay dolores que son demasiado personales para hacerlos
comprensibles. Sólo entiéndase que el paisaje se sigue achicando, hasta que no
quede más que un trocito donde vivir en puntillas.
Cuentan que, en los años 70, Santiago de Cuba salió a recibir al presidente de Tanzania, Julius Nyerere, con una conga
Nyerere, Nyerere
Venimo’ a recibirte
Sin saber quién ere
La anécdota es tan falsa como
típica y tópica. Ni en Santiago se van de conga por quítame esta pajita, ni en Cuba hay gente capaz de mofarse públicamente de un invitado del monarca. Pero es un retrato insuperable de la hipócrita euforia que barniza los recibimientos oficiales.
Este último medio siglo cubano es un
cambalache de pasiones y despechos, según amen u odien los dueños de la isla. Ellos ordenan a quien debes ovacionar, y así harás hasta que te digan lo contrario. Y el país, como Andrea Palma en aquella vieja y
memorable película mexicana, La mujer del puerto, baja a los muelles una y otra vez, buscando noticias del hermano perdido, deshojando la ilusión de que, ahora sí, vaya a conseguir “un chino que me ponga un cuarto”: un marido que nos mantenga, incapaces como somos de ser país en solitario. A cambio le menearemos las curvas de nuestra miseria y bailaremos al ritmo y en
el idioma que nos lo pida, como esas orquestas de boda con repertorio étnico según
el contratante.
Cartel publicitario del dibujante Conrado Massaguer (1889-1965)
Lichy Diego, uno de los cubanos más nobles y hermosos que la vida
puso en mi camino, incluyó en su libro Informe
contra mí mismo un listado de los presidentes, gobernantes de facto,
milicos y secretarios generales de partidos comunistas que, en cincuenta años,
nos obligaron a recibir con banderas en los balcones. Todos se llevaron en el
pecho la OrdenJosé Martí en su
primer grado, y a ninguno le fue retirada ni cuando sacaron a la luz su
costillar genocida. El alemán Erich Honecker huyó sin dar la cara por las 192 víctimas que dejó
su orden de disparar a quien intentara cruzar el Muro que dividía Berlín. Murió
en Chile, amparado por el ministro allendista Clodomiro Almeyda, y carcomido por un cáncer. El general polaco WojciechJaruzelsky, que se jactaba de sus
ancestros nobles y sus lentes de marca, rindió los tanques a Lech Walesa, y pagó ocho años de cárcel
por crímenes políticos. Tuvo mejor suerte que Nicolae Ceausescu, quien terminó abaleado en un patio junto a su
esposa Elena, tras dos horas de
juicio sumarísimo trasmitido en cadena nacional, como en sus tiempos de gloria.
El húngaro Janos Kadar tuvo
revelaciones místicas en la cárcel, y murió en olor a mirra; mientras que Theodor Jhikov falleció poco después del
fin del socialismo en Bulgaria, ignorado y aborrecido, al igual que el checo Gustav Husak. Qué peor epílogo para quienes
tuvieron en sus manos la vida de millones.
Agitando banderitas recibimos
también al angolano Agostinho Neto,
por cuya permanencia en el poder mi país puso una cantidad de muertos
que quizás nunca se sepa, en una guerra civil donde el bando enemigo estaba
financiado por Estados Unidos y China. Sí, la misma China que hoy admiran, con
los mismos sempiternos jefes militares que ordenaron la muerte de nuestros
muchachos. Y también le regalaron
vidas cubanas (¿o se las alquilaron?) al etíope Mengistu Haile Mariam, de quien se cuenta que escondía bajo su
trono los huesos de Haile Selassie,
el emperador que derrocó, y quien a su vez fue derrocado y hoy disfruta su exilio en Zimbabue, con las concubinas y los millones que logró llevarse,
protegé de otro genocida aplaudido en
la Avenida de Rancho Boyeros: Robert
Mugabe.
Y no sólo nos han hecho amar a
sus jefes, también a cuanto extranjero ha llegado, arrastrado por el
vendaval sin rumbo de los intereses políticos. Les dimos nuestra azúcar a los heroicos vietnamitas,
y ellos hoy fabrican iPads para el primer mundo. Acogimos a los refugiados chilenos,
divididos en castas que ni intentaban disimular. De un lado, la élite blanca,
intelectual, políglota, a quienes el gobierno puso a vivir en los mejores
lugares, y no duraron mucho: prefirieron irse a sufrir a Suecia. Y del otro, los humildes obreros, sindicalistas del cobre: los rotos de rasgos indígenas y bastos modales, a quienes apilaron sin
derecho a réplica en el Hotel Presidente, luego conocido como El Palacio de la
Moneda, por el estado en que lo dejaron. Todos se regresaron a su país apenas retornó la democracia.
Hotel Presidente. La Habana.
Cualquier cubano de mi generación
escuchó a los originales Tupamaros argentinos narrar entre carcajadas la mejor
manera de dar un tiro de gracia; celebró con etarras los muertos civiles de su
más reciente atentado; se sentó a la mesa o se metió a la cama con colombianos
de las FARC, del ELN, guerrilleros guatemaltecos y comandantes salvadoreños que
terminaron matándose unos a otros por el poco poder que llegaron a tener.
Lloramos con la sádica y gratuita escena de un soldado agonizando en tiempo
real, en el documental El Salvador: el
pueblo vencerá, con los huelguistas irlandeses, con la deliberadamente mentirosa biografía de Rigoberta Menchú y, en general, con cuanto drama político sucediera
más allá de nuestras fronteras. A falta de telenovela, ellos hacían parecer
menos sórdidas nuestras vidas de comparsa.
Tan comparsa éramos, que cualquier advenedizo valía más que nosotros, y lo aceptábamos como un dogma. O lo aprovechábamos. Yo, como todos mis amigos de Miramar y El Vedado, me hacía pasar por europeo para nadar en la
piscina del Hotel Sierra Maestra, reservada a los “técnicos extranjeros”. Preferíamos parecer koljosianos uzbekos, traductores polacos con olor a ajo o asesoras húngaras
de sobaco peludo: al final había una piscina enorme y limpia esperando, y sandwiches con jamón y queso en la cafetería. Los técnicos extranjeros eran tan míseros como nosotros, pero al menos compraban en
tiendas especiales. Hasta la caída del muro de Berlín, inundaron el mercado negro con aceite rancio y caviar de beluga sin fecha de vencimiento a la
vista.
Hemos tenido de todo en la viña
de Esteniño, y estamos curados de espanto. Nuestras escuelas siguen graduando jóvenes que apenas regresan a
sus países, se acogen a la práctica privada y sus beneficios. Muchos de los otrora revolucionarios son hoy exitosos conservadores. Max
Marambio es el más emblemático: de guardaespaldas de Allende
a oligarca chileno. Al igual que los hermanos nicaragüenses, que antes de entregar el
poder, pusieron a su nombre todo lo que
habían nacionalizado. Y, last but not least: los asesinos del poeta
salvadoreño Roque Dalton, padre de
una familia que es también mía.
Roque Dalton tenía 40 años cuando lo mataron
Uno de ellos, Joaquín Villalobos fue a Oxford a trasmutarse en politólogo, y hoy
exhibe credenciales de “negociador”, y abomina de las revoluciones en cuya
sangre hundió los brazos. El otro, Jorge
Meléndez, es asesor del gobierno de Mauricio Funes, amigo del poder cubano. Ninguno de los dos serán juzgados por
un crimen que admiten haber cometido y que califican cínicamente como ”un error”,
cual si se tratara de derramar café sobre el sofá. La Habana no cree en lágrimas, y la
posibilidad de penetrar políticamente otro país, importa más que el reclamo de
los hijos porque se haga justicia y les entreguen
los huesos del poeta, que ni eso les dejaron.
A muchos se les hace
difícil comprender la nula valoración crítica en los amores cubanos. No entienden
que no importa quién llegue, mientras traiga o reporte algo. Y eso se
decide arriba: abajo sólo queda acatarlo. Son, somos, como los
personajes de La Piel, aquella novela
de Curzio Malaparte que describe el
día a día de un pueblo reducido a la amoralidad por la derrota. De tanto querer inútilmente a esos hermanos esquivos, de tanto darles el culo del corazón,
aprendimos a hacerlo como las buenas rameras: sin besar. Y si hay que ir a misa con el Papa, pues se va. Y si hay que salir en procesión por la
salud del venezolano manirroto y estridente, pues se sale. Al final, que es lo que importa, algo van a dejarnos.
Constancias que los trabajadores debían presentar en sus centros de trabajo, por haber asistido a la misa Papal, y para que no les descontaran el día. No encuentro ejemplo que mejor describa los niveles de perversión a que se ha llegado. (Foto tomada del blog Guamá, hecha en Santiago de Cuba, 26-03-12)
No es cinismo: es instinto de supervivencia.
Una supervivencia que, por más dulce que aparente ser, chorrea rabia y rezuma desprecio. Muy parecida a la de Andrea Palma cuando
fumaba bajo aquel farol, en La Mujer del
Puerto.
Alguna vez los cubanos tendremos que levantarle una estatua a Julio Iglesias.
Lo harán, claro, nuestros
descendientes. O los descendientes de ellos (viendo que aún quedan varios
Castros en cola para heredar el mango de la sartén patria) tras despejar cuál
fue el saldo de la larguísima presencia de los hijos de Lina Ruz en esa isla pretenciosa.
E incluso cuando estén pasando en limpio los dolores y separando los deberes de
los haberes, el nombre de Julio Iglesias asomará.
¿Pero qué hizo este Julio, que
merezca una estatua?, preguntará el profano. Y no encuentro entrada en
Wikipedia que supere esta declaración de principios:
Yo canto a la vida
A la gente
Yo canto al amor.
A un río que nace
A un niño
Yo canto a la flor.
Yo canto a esas gentes
Que luchan por una ilusión.
Yo canto al recuerdo
De un tiempo que ya no volvió.
¿Que qué hizo Julio Iglesias? Cantar.
Y al hacerlo, sin querer acarició el alma dividida de una isla ultramar llamada
Cuba. Y le devolvió a su pueblo, por un breve y agradecido lapso, la capacidad
de suspiro.
No es poca cosa.
Los años sesenta fueron el ensayo
de lo que vendría después. El que una vez aclamaran como gendarme necesario, Fulgencio
Batista, había huido, desmoralizado, y el país recibía entre salvas a los
nuevos gendarmes, que además se les antojaban hermosos. Embelesados, los cubanos complacieron todos los
caprichos de esos machos que venían a meterlos en cintura, como debe ser en
este continente homoerotizado. “Se acabó
la diversión, llegó el Comandante y mandó a parar”, cantaba en todas partes
Carlos Puebla, pionero en el arte de la oportunidad. Y el Comandante,
sabiéndose amado, comenzó a tensar la cuerda para ver hasta dónde podía llevar
a la isla encandilada. Nos hizo
renunciar a todo, empezando por nuestro entorno afectivo. Nos amputó los vecinos,
los amigos, la familia, los amores; hasta los nombres y los lugares donde la
Nación se reconocía, se saludaba y celebraba. Ordenó rehacer la Historia y
editar sus incidentes. Decidió que moriríamos incinerados en la hoguera
atómica, y el país lo aceptó entre orgulloso y aterrado. Y en la Plaza Cívica,
rebautizada por él De La Revolución, sus discursos cada vez fingían menos promesas de
enamorado y sinceraban más el tono retador del marido violento.
Se acabó la diversión: había llegado el Comandante y mandado a parar.
Pero hasta el alma más presta para
la inmolación necesita, mientras tanto, un poquito de algo a cuya sombra
sentarse a fantasear. Y las revoluciones no permiten otra ilusión que no sea la que ellas mismas generan. Así, las muchachas de la edad de mi tía Martha, regresaban a
casa de los trabajos voluntarios y los entrenamientos militares a confiarles todos
sus suspiros a las viejas novelitas de Corín Tellado, pasadas de mano en mano, mientras escuchaban Paul Anka Sings His Big 15, que ellas simplificaron
como Los Quince de Polanca: una
recopilación de éxitos de un joven baladista canadiense, editada en 1959, el año
en que los cubanos comenzaron a conjugarlo todo en pasado.
Las muchachas de mi país amaron a
Paul Anka hasta bien entrados los años 70. Y él, hay que reconocerlo, las recompensó elevándose sobre el scratch del exhausto long playing para jurarles una y otra vez que You are my destiny… You're more than life to me…
No había nada más que anhelar en todo un
país a la redonda. Hasta que llegó Julio Iglesias y mandó a parar.
El paso de Julio por la vida del
cubano duró apenas cuatro años y cuatro discos. No era el primer español que
alcanzaba las radios nacionales después del borrón y cuenta nueva de 1959, pero
sí el primero que llegó con película acoplada. La vida sigue igual se llamó: un biopic que recreaba la verídica historia de Julito, aspirante a arquero
del Juvenil B del Real Madrid, que en las vísperas de su primera gran
oportunidad tiene un accidente automovilístico y queda inválido, sufre como un
machito, en el cuerpo y el ánimo, los reveses de la vida y la maldad humana. Y
termina cantando en un festival internacional su anagnórisis:
Unos que nacen, otros morirán.
Unos que ríen, otros llorarán.
Aguas sin cauce, ríos sin mar,
Penas y glorias, guerras y paz.
Siempre hay por qué vivir, por qué luchar.
Siempre hay por quién sufrir y a quién amar.
Al final, las obras quedan, las gentes se van
Otros que vienen, las continuarán:
La vida sigue igual.
Fue la apoteosis. Casi todos los
cines del país pasaban La vida sigue
igual, por primera vez en tandas completas, para que la gente no se quedara
todo el día en la sala. Las colas para verla no menguaban, y tenían que repartir números para evitar los colados. Se hizo moda
competir por el récord de asistencias (mi hermana llegó a la docena, y si no
hizo más fue porque le suspendieron los fondos). El público decía los diálogos
a la par que los actores, esperaba las humoradas de Andrés Pajares con la
carcajada lista, y lloraba antes de que el director les diera a los actores el cue de llanto. Cantaban a todo gañote, y con la emoción de la primera vez, todas las canciones. La
radio llegó al absurdo de trasmitir el audio de la película para aquellas zonas que no tenían salas de cine. Y gracias a eso muchas adolescentes
descubrieron, en la intimidad de sus habitaciones, sus aguas sin cauce, sus ríos sin mar.
Fue un amor sincero, urgido, que no necesitó del merchandising. Los cubanos adoraron a Julio mucho
antes de que fuera THE Julio
Iglesias, capaz de repartir por el mundo 300 millones de copias de su trabajo y de ganar el record Guinness como el artista que más discos
ha vendido en más idiomas. Y La vida sigue igual, con sus melodías simples y su lágrima fácil, destronó sin esfuerzo al cine nacional, que por
entonces producía los mejores títulos de su historia. Julio era moreno, viril y hermoso: una
versión mejorada del cubano promedio. Era honorable, estoico y cantaba baladas
que arrullaban. Era el yerno que toda madre quería, el novio a que toda
muchacha aspiraba y el buen hombre que todo varón soñaba ser.
Era, para horror de los teóricos marxistas, el verdadero Hombre Nuevo.
Llegó cuando Cuba necesitaba llorar libremente lo aún no llorado, el tiempo que no volvería, los afectos perdidos. Le cantó a la gente
que luchaba por la ilusión de que sus hijos -yo, los de mi
edad, los por nacer- tuviéramos un mundo mejor que el que ellos habían conocido. Y en un país donde Dios estaba prohibido, Julio tomó el púlpito para decirles, para decirnos, que todo al final
sería recompensado.
Poco después, lo vetaron. La
razón está clara: distraía. ¿Los
motivos? Cualquiera sirve: que si cantó en Viña del Mar después de Allende, que
si estuvo en la Casa Blanca, que si “dio declaraciones” contra la Revolución… En un punto del camino, nuestros
senderos se bifurcaron, y Julio se perdió de vista para siempre, junto a José
Feliciano, Roberto Carlos, Oscar D’León… El gobierno cubano exhibe el
lamentable mérito de haber censurado a la música pop, a la inocua música
comercial que canta a la vida, a las gentes, al amor.
Mucho se habla de que por años
The Beatles estuvieron prohibidos en la isla. Se les rehabilitó políticamente,
y no contentos con eso, le erigieron una estatua a John Lennon en un parque del
Vedado. The Beatles fueron, son, un
fenómeno de élites. Jamás tuvieron arrase porque de entrada cantaban en
inglés. Pero Lennon tiene un sitio en el altar de la demagogia mundial.
Quién mejor que él para estar, de bronce presente, en La Habana.
Nadie le va a pedir disculpas a
Julio Iglesias, porque Julio Iglesias no le importa al discurso de nadie. Tendremos que esperar. Y cuando el último de los descendientes
de Lina Ruz se extinga o se aburra de decidir por un país entero; cuando nos
sea devuelto el derecho a ser, y depuremos de nuestro timeline todo lo que nos dividió, alguien encontrará aquellas baladas entre los mejores recuerdos comunes.
Y le harán a Julio una estatua en el
Malecón, de frente al mar y a los cubanos que los ven desde las otras orillas,
descendientes todos de los que una vez suspiraron con La vida sigue igual.
En esa estatua estarán,
estaremos honrando, no sólo a Julio Iglesias: también a nuestro derecho a enamorarnos con palabras sencillas, y a
esa negada pero inclaudicable ilusión que él nos regaló con
cuatro discos y un melodrama.
Que al final, las obras quedan,
las gentes se van.