lunes, 29 de noviembre de 2010

ANA NO VE LOS TOROS DESDE LA BARRERA



Ana María Simon.
Foto: Camilo Hernández
 
El incidente es típico del país insólito que somos: una alcaldía de la capital, para recaudar fondos y comprar juguetes para los niños más desfavorecidos, decidió hacer ¡una corrida de toros! Con todos sus ingredientes: animal babeado, sangrando y cagándose descontroladamente, cornada al torero en el mejor de los casos, gente creyéndose española (con altas probabilidades de ser devueltas de Barajas si su piel supera en dos tonos la del andaluz promedio) y alguna orquesta desafinada tocando lo peor (si fuere posible distinguirlo) del repertorio de Los Churumbeles.
Lo que sea, por los niños pobres.
La idea me escandalizó incluso a mí, que nunca he militado en favor de los animales y mi contacto con los toros se limita a  haber comprado alguna vez esos carteles donde el nombre de uno aparece junto al de toreros famosos, y que te venden en cualquier mercadillo español atrapaturistas, aunque una vez, veintitantos años atrás me llevaron al coso de Las Ventas, en Madrid.
Entonces juraba yo que iba a ver el espectáculo sublime que tanto entusiasmaba a Picasso, Lorca y  Hemingway, pero en su lugar encontré una estafa salvaje. La plaza olía a mierda de animal y a sobaco soliviantado por el calor. Ya me habían advertido que el paquete que le guinda por la pierna al torero es un protector, y con eso había perdido la mitad del interés, pero ni siquiera los toreros eran de buen ver. Nada de paquirris ni de dominguines: más bien parecían señoras tratando de contener la respiración dentro de sus fajas demasiado ajustadas.  Del público, ni hablar. Ni mujeres hermosas enmantilladas ni hombres patilludos bebiendo vino de una  bota. Al contrario: era una cuerda de energúmenos más cercana a un auditorio neonazi que al ángel y el duende y todas esas pendejadas que tanto alabó Federico.
Pero lo peor era el toro: una bestia que embestía torpemente cualquier cosa que le pasara por delante (pese a que, recuerdo, era un legendario Miura); que pasó un buen rato corneando una capa que quedó sobre la arena y que se resistió a morir con un empecinamiento doloroso. Me retiré asqueado del lugar sin verlo desplomarse, y al día siguiente la prensa habló de una jornada gloriosa donde sacaron al torero en hombros con todo y sus cojones de mentira.
Más de una vez he presenciado discusiones en torno a los toros. Sus defensores alegan que es un arte y que, de no existir las corridas, se extinguiría ese tipo de animal, pues son criados solamente para la llamada fiesta brava. Otros hablan de "manifestación cultural autóctona", acaso olvidando que la ablación genital femenina y la lapidación de homosexuales e infieles lo son también en los países donde se practican, y eso no las hace menos bestiales. Los detractores prefieren que se extingan los toros si sólo existen para ser torturados brutalmente. En Barcelona prohibieron las corridas, pero más por necedad regionalista que por  piedad. En lo personal, no intento ni ponerme en el lugar del animal: mi umbral de dolor no tolera ni un mosquito, así que mis sentimientos al respectos son jevísimos. Pero sí me inspira una profunda conmiseración rayana en la rabia ver gente solazarse en el dolor ajeno: llámense toros, gallos, perros, lucha libre, boxeo, golpizas policiales y actos de repudio.
Pero volviendo al cuento de la alcaldía: estaba claro que las sociedades protectoras de animales saltarían, como efectivamente sucedió, para guasa de todos los que no hacemos nada pero vivimos criticando a quienes hacen (vaya la autocrítica). Y todo hubiera quedado ahí si no se hubiera involucrado un grupo de figuras públicas.
Ahí la caña se les puso a tres trozos a los torófilos, porque la popularidad hala, no sé si tanto como el proverbial pelo de ya sabemos dónde, pero hala.
Una de las involucradas en el asunto fue mi amiga Ana María Simon, actriz, locutora y animal de la radio, a quien le descubrimos una veta militante que no imaginábamos. Junto a los otros, le metió el pecho al asunto. Y tras un largo proceso de marchas y contramarchas, (y de ser acusados de “hordas chavistas”, cuando lo que caracteriza a esos grupos es, precisamente, su escasísima disposición al diálogo) logró y lograron un pacto de honor: la Alcaldía prohibió por decreto las corridas de toros en su jurisdicción. Y, a cambio, los famosos ofrecieron obras de teatro que recauden los fondos que se esperaban obtener matando al toro. Un acuerdo que honra a ambas partes, demandantes y demandados, en un país donde el ejercicio de poder se circunscribe a limpiarse el culo con las opiniones adversas.
Ayer domingo tuvimos el primer día de sol en medio de tantas lluvias desastrosas. En la Plaza del Hatillo estaban los promotores del canje recibiendo las donaciones de juguetes que ofrecieron por la salvación del alma ética de sus conciudadanos. Llegaron muchos: los demás se comprarán con los impuestos de las obras teatrales que se presenten. Y también estaba la Alcaldesa y estaba Luna, que nos volvió locos vía Twitter para que colaboráramos. Y Ana María, feliz como un primer dia de vacaciones, porque lo habían logrado con todos y entre todos.
Para quienes no vivan en el contexto desolado de Venezuela esto les parezca una tontería. Para mí no: en medio del sálvese-quien-pueda nacional, estos cuatro gatos alzaron un estandarte y lograron lo que se propusieron. Y los escucharon. No sé si será, como dijo Neil Armstrong, "un pequeño paso para un hombre y un gran salto para la humanidad", pero quedé feliz por ellos y por la tolerancia que practicaron ayer, públicamente. Tanto, que terminé el día comiéndome una punta trasera término medio en El Alazán.
Nunca dije que fuera vegetariano.  

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