martes, 16 de noviembre de 2010

...FELICIDÁ, FELICIDÁ, FELICIDÁ. EEEEEE...




Convento de San Francisco. Foto: Camilo Hernández
 
No me considero un nostálgico de mi ciudad. Es que, seamos sinceros: quienes nos fuimos de Cuba estábamos locos por hacerlo y nos largamos porque el país nos excretó como gusanos, escorias, “partes blandas de la sociedad” y todos los calificativos menos amables que pueda generar la lengua castellana. Y aún hoy, cuando volvemos, se encarga de recordarnos nuestra condición de apátridas con todas las humillaciones, registros y despojos imaginables.
Digo por eso que me es muy difícil ver La Habana como el Paraíso Perdido que reclamaba Guillermo Cabrera Infante, bendito sea entre todos los habaneros, que murió en el destierro extrañando su espacio y maldiciendo a quienes se lo arrebataron.
Pero sucede que hoy, 16 de noviembre, la niña está de cumpleaños. Y soy, aunque no quiera, esclavo de sus ojos, y no me queda otra que unirme al coro de los soplones de velas. 

Al otro lado del rio

Soy un habanero extraño, lo admito. Nací del otro lado del rio Almendares, en la muy marianense Maternidad Obrera, y viví hasta irme, harto, en La Sierra, en la mera frontera (lo que en Venezuela llamarían “el niéjer”) entre el señorial Miramar y el clase-media-baja-tirando-pa-chusma reparto Almendares. Mis escuelas, mis amigos y mis sitios de referencia estuvieron siempre del lado de allá de esa línea de mierda en que convirtieron el apacible río de mi infancia (*). De modo que no manejo los códigos de la nostalgia standard, y los vapores de la calle Ayestarán me resultan tan ajenos como la topografía de la Isla Trista de Cunha, el territorio habitado más lejos-de-todo que hay en el planeta.
Tampoco creo en eso de que todo tiempo pasado fue mejor, mucho menos después de volar en primera, ver Praga y cenar en El Bulli. Cada vez que un amigo cuelga en su Facebook los testimonios de nuestra miseria pasada (cajas de talco Brisa, latas de spam rusas, libretas de abastecimiento y electrodomésticos del campo socialista, etc) deseo profundamente haber nacido en la Isla Trista da Cunha antes mencionada.
Tengo nostalgias, claro; mas no de los fetiches turísticos ni del Parque Temático que Eusebio Leal montó en la Habana Vieja desmantelando el resto de la ciudad (**). La Habana que echo de menos de cuando en vez tiene, por ejemplo, las ventanas del garaje de los Tarafa que se ven desde el patio de mi casa y donde yo, de pequeño, juraba que vivía El Viejo del Saco. O las salidas de la ciudad, que siempre significaban paseos y nuevos mundos. Por el suroeste: la autopista bordeada de buganvillas y la gran pantalla del autocine Novia del Mediodía, nombre bello donde los haya. Y por el este, el viaje que comenzaba con suerte si agarrábamos Quinta y atravesábamos el túnel conteniendo la respiración. Y luego el sobresalto en el pecho al ver el mar a la izquierda y todo el malecón y luego otro túnel más largo y un sobresalto mayor cuando el carro emergía entre rocas blanqueadas por el sol y salpicadas de henequenes.  Y más allá, siempre con el mar de escolta, Tarará y Bacuranao y Guanabo y Santa María y luego Santa Cruz del Norte y, por fin, de premio: Varadero.



...entre rocas blanqueadas por el sol y salpicadas de henequén
   Te cambio ahorita todos los vitrales que enloquecen a los turistas por el vaso de agua fría que nos regalaba Sonia, la mamá de Ernesto Javier y El Inca, cuando buscábamos remedio a las gargantas secas de pasar el día nadando en la Playita de 16, de la que soy miembro honorífico desde que saltábamos el muro y nos colábamos en lo que entonces era el patio común de unos edificios, y la policía nos sacada y nosotros volvíamos y así ad infinitum. Me declaro culpable de haber contribuido a que se cayera el muro de celosía que daba a 16.
Son recuerdos que a nadie más que a mí interesan, pero que, a la postre (o ultimadamente: mi palabra venezolana favorita) bordan el perfil de la ciudad que me hizo. Los boleros de Beny Moré siempre llegaban flotando en el aire del mediodía, mientras Dámaso Pérez Prado reinaba en el radio del carro cuando íbamos a la playa. Quizás por eso asocio tanto el Malecón con el mambo. Los bambués alrededor de la casa de Lilo Núñez Velis crujían con el viento y la casa toda sonaba como un barco pirata. Y en el Parque de Quinta y 26 los gorriones se bañaban, cuando llovía, en el sombrero de Emiliano Zapata.
Sólo son imágenes sueltas de una ciudad que nadie sino yo celebra.

Mejor tìtulo: imposible
Hace unos años la poeta Odette Alonso (santiaguera que México se regaló con el hedonismo de quien sabe que se regala una joya) me escribió feliz. Había escuchado que se preparaba un libro sobre La Habana. Lo iban a editar unos tipos de afuera. Y lo mejor: podían escribir los cubanos todos: de dentro y del exterior. Se trataba, a fin de cuentas, de una ciudad, y las ciudades son siempre heterogéneas.
Me entregué con alegría a escribir para ella. Era una manera de volver, y no con la frente marchita, pues para entonces había probado mi primera dosis de bótox y tenía aquella frente más lisa que la pista de hielo del Rockefeller.  Hablé de Pérez Prado, que murió exilado, y de la ironía que supone que una obra suya, The Exotic Suite of The Americas, se haya utilizado para musicalizar un documental sobre Ernesto Guevara y que, por extensión se convirtió, para los cubanos, en La Sinfonía del Ché.  En resumen: se robaron la obra de un cubano exilado, sin pagarle los derechos de autor correspondientes, para ensalzar la vida de un argentino que se dio gusto matando cubanos hasta el dia que se ladilló y se fue a joder a otra parte. 
No hablaré de la respuesta airada que me dio el “representante” de Cuba ante el proyecto: a fin de cuentas es un pobre hombre sin internet para ejercer su réplica. Pero  sí pasé media mañana buscando los nombres de los dos editores de tan globalizada joya que terminó llamándose La Habana en blanco y negro: un uruguayo de nombre Roberto Bianchi y una brasilera llamada Nina Reis. Ellos recibieron y seleccionaron los textos y el material gráfico que debían aparecer en la edición. Nada de lo enviado por nosotros los apestados fue incluido, era de esperarse. Una vez más y como siempre, la fidelidad política a un hombre fue el mejor aval; ese que coloca al Ché por encima de Pérez Prado, que permite que el español Willy Toledo difame a la habanerísima Yoani Sánchez sin que ella pueda replicar.  El señor Bianchi y la señora Reis, y una tal Teresa Coraspe (¿?), venezolana (contra quienes no tengo nada, que conste: que la  culpa no es del loco, sino de quien le da el garrote) tienen hoy más derecho que Odette y que Lichi Diego y que Camilo Venegas y que Mike Porcel para hablar de una ciudad que no llevan ni en la piel ni debajo. No tienen una sola cicatriz de acera habanera en sus rodillas, jamás se enamoraron de Lili Rentería como todos los de mi generación, ni se sentaron a ver pasar las carrozas del carnaval en los bajos del edificio del Titi; ni comieron las acelgas con bechamel que preparaba Maruja, la mujer de Pablo Armando Fernández, ni escucharon a Xiomara Laugart cantar en los actos de la escuela cuando no era famosa, ni pasaron horas delante del cuadro de Servando Cabrera que había en la sala de Tomás Gutiérrez-Alea, tratando de adivinar qué representaba, hasta descubrir que era una descomunal pinga violácea; ellos, que no hicieron cola en el Paradero de la Playa ni conocieron Jalisco Park ni al Plátano ni vieron bailar a Charín ni saben que la cara del Alma Mater que está al frente de la Universidad es la de La Chana Menocal,  ni pedalearon esas calles con el estómago pegado al espinazo y maldiciendo cada esquina, son los mismos que por medio siglo  han llegado a la Isla a hablarnos de nosotros porque a nosotros no se nos permite hacerlo. Todo a cambio de un elogio político. Desde Sartre y Beauvoir hasta Sabina e Isa Dobles, sin olvidar a la venezolana Fina Torres, última en la lista de los expertos de bolsillo y directora de un desatino con forma de film llamado Habana Eva del cual apenas logra escapar ilesa su protagonista, Prakriti Maduro, porque está tocada por los dioses. 
Y La Habana, claro, que salió tan buena que ni las fallas de foco (visuales y argumentales) de la señora Torres lograron deslucir.
Porque vamos a estar aquí y no en la cola del pan: la villa de San Cristóbal de La Habana que fundó Don Diego Velázquez es más fuerte que ellos y que sus verdugos y que nosotros todos: los que la abandonamos y los que la padecen. Nadie puede con ella, ni la distancia ni el olvido. Hoy cumple 491 años y sigue siendo la más señora de todas las putas.
Que Dios y el farolero del Morro la conserven así.  Amén.


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NOTAS:  (*) Este año, “expertos” de las universidades de Yale y Columbia colocaron a Cuba en el puesto 9 (de 163) de los países más limpios del mundo, sin molestarse en levantar sus sabios culos de sus cómodas sillas e ir a ver cuán ciertas son las cifras que les dio el único autorizado a dar cifras en la Isla: el  gobierno.
(**) Y encima se lo tenemos que agradecer.

5 comentarios:

  1. Gracias Camilo por un post tan claro y emotivo. Como siempre disfruto un millon leyendote!
    Miguel Sirgado

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  2. Camilo Genial , encontrastes las palabras propias del sentimiento que me produce el ser una Habanera singular que nunca ha olvidado lo que se odia y se ama de esa ciudad tan trememunda...Un beso como siempre genial papi....
    Galia.....

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  3. Emocionante texto Camilo. Y no soy habanero pero la viví algunos años con una intensidad y unas ganas infinitas. Ella, como bien dices, es más fuerte que todo y que todos. Y nadie, por más que quieran algunos, nos quitarán de la juventud sus esquinas (a veces oscuras y lujuriosas), sus teatros y cines, tertulias alcohólicas en casa de los amigos y las tardes enteras poniéndonos negros en esa playita de 16...

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  4. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  5. La "Ciudad"!..La sobreviví Camilo, que con eso ya me siento querida.( Mención especial a los compatriotas de la baracoaence de "Rio Mar" y "Sierra Maestra" por los suministros de viveres y licores finos)

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