miércoles, 11 de septiembre de 2013

LA PAZ DEL FUTURO






Tenía 11 años el 11 de septiembre de 1973. Y aún en la inconsciencia de la edad, recuerdo que estaba jugando en casa de mis amigos Aldito y Arnold Rodríguez cuando entró por la radio la noticia del golpe de Estado contra Salvador Allende. Fue la primera vez que escuché ese término que luego me tocaría vivir en carne propia.

Más allá de entender, en la distancia de los años y la experiencia, que Chile fue el primer experimento de lo que luego en Venezuela se haría realidad: llegar al poder por la vía democrática para luego implosionarla, el salvajismo fríamente calculado de los militares aún me revuelve el estómago. Este video no sólo representa para mí la brutalidad de los uniformados chilenos sino la brutalidad de los militares todos. Y de cuanto ser humano tenga poder de fuego sobre sus semejantes, llámese policía, narcotraficante, soldado, guerrillero, sicario, brigadista de acción rápida o terrorista. 

Alguien dijo que "la guerra es la paz del futuro": el detalle terrible es que eso aplica a todos los que la hacen, tanto a la expulsión de los moros y el Holocausto como a la revolución sandinista y Al Qaeda; así a la invasión de Checoslovaquia y la muerte de Oswaldo Payá como a la Guerra Civil Española y La Noche de Los Lápices. Todos los odiantes en conflicto, actúan desde la convicción de lo correcto, y anclan en el porvenir la sangre de sus manos. En La Habana conversé con etarras que narraban, entre cervezas y los primeros atisbos de jineteras, ese instante hilarante en que explota la cabeza de un ertzaina.  Cierto o no, todos en Miramar nos enteramos de que cada vez que Tony de la Guardia se emborrachaba, contaba cómo mató "al maricón de Allende porque se iba a rendir".

Sí, en esos términos, compañeros de historia, tomando en cuenta lo implacable que debe ser la verdad.

Conocí a un guerrillero salvadoreño con cara de chino lavandero y a su compatriota, una señora mofletuda que parecía maestra de primaria, y los vi sentarse a la misma mesa del Vedado antes de que él ordenara el asesinato de ella y luego se suicidara. Sé que ambos también creían que la guerra era la paz del futuro. También quienes mataron a Roque, un poeta demasiado grande para su territorio. Y quienes usaron la muerte de Veguillas, el escenógrafo, para culpar al gremio artístico (y a los homosexuales por retruque) por introducir el SIDA en Cuba, cuando hacía rato que los valientes combatientes en Angola estaban muriendo de una extraña enfermedad aún sin nombre, pero endémica entre las piernas de las hembras donde se desahogaban.

No sé si creen en la paz, pero sí en el ejercicio impune de la guerra, quienes golpearon hace pocos días, salvajemente y en el rostro, a la actriz cubana Ana Luisa Rubio, por el único delito de pensar distinto y no callarlo. La perversión de quien se esmera en desfigurar la cara de una persona que trabaja con su cara, remueve mi humanidad tanto como las manos cortadas de Víctor Jara en los días posteriores a septiembre 11. Y me niego, desde mi asco inabarcable, a que existan gradaciones a la hora de considerar la violencia, dependiendo de la ideología sobre la que el considerante esté parado. No existen genocidas buenos y genocidas malos, dictadores reprochables por ser de derechas o venerables por disfrazarse de izquierdas. No hay golpes de estado positivos y negativos.

La guerra es la paz del futuro para todos, o no lo es para nadie.

Tuve, tengo, tendré amigos chilenos. Y me gustan porque son gente amable y enorme, un poco el Canadá o la Bélgica de los argentinos: gentilicio de chanza que en mucho supera a sus detractores. ¿Quién de mi generación no cantó, codo a codo con las letras imperdonables de Raúl Gómez, aquel "Si vas para Chile" en la voz inexperta del muchacho guitarrista y médico que salía en "Buenas Tardes"? ¿Quién no tuvo un chileno entre sus amigos, sus compañeros de clase, en la misma cuadra, jugando esa cosa incomprensible que llamaban fútbol? Ellos -y la oleada de refugiados sudamericanos que llegaron a Cuba en los 70's- nos ayudaron mucho más de lo que imaginan. Nos permitieron ser menos el pobre país que ya estábamos siendo en la oscurana de los años posteriores al Congreso de Educación y Cultura. Nos trajeron luces, acentos, tolerancia, empanadas, discos de la Rinaldi y María Elena Walsh, mate con y sin azúcar, duchitas eléctricas, ponchos, alfajores y Mafalda. Los Benvenutto uruguayos eran los únicos que recibían en su apartamento del Retiro Médico a Pedro Luis Ferrer, el magnífico trovador defenestrado al que aún nadie perdona su insolencia. Eran rebeldes, altivos, inteligentes: gloriosos a mis ojos. Uno de mis primeros amores fue un argentino y mi primer closet fue una chilena. Tuve por años en mi pared un poster con la cara de Gardel y la inscripción VERCEREMOS, así, con R, como lo pronunciaba el francés de Tacuarembó. Encima se gastaban el lujo del sarcasmo, que en mi país languidecía en unos programas de tv y radio donde nadie se podía burlar de nada y el proverbial choteo cubano que tan bien estudió Mañach, había pasado de blanco a transparente.  

A Laura Allende, una señora de cuello largo de bailarina, la conocí regando las matas de su frente, ironía de todo aquello que Jara repudió usando a Pete Seger: la casita de barrio alto, sin rejas, pero con antejardín y una hermosa entrada de autos con un Lada. Luego me enteraría consternado de su muerte, antes o después de la de Tati, su sobrina, en un tiempo en que La Habana se llenó de suicidas.

Hasta el acento sureño nos fue útil a muchos -Esther María Hernández me lo recordaba hace poco- para mimetizarnos y acceder a fiestas del Festival de Cine mucho antes de merecerlo, apoyados también en nuestra presunta "blancura" en un país abiertamente racista como el mío.

Y agradeceré siempre que, cuando se les abrieron las puertas del cómodo exilio europeo, todos los que conocí y quise decidieron permanecer en La Habana a compartir nuestras carencias, tan vírgenes aún, que cabían en el cuento del Bloqueo y no se nos ocurría achacarlas a la inoperancia del sistema.  Esos son mis sureños preferidos, porque tuvieron la grandeza de una responsabilidad que sólo alienta en las óperas italianas, y que entendí cuando la poeta Dulce María Loynaz, desde la delicada decadencia de su castellano, me explicó que no había abandonado Cuba al llegar los Castro "porque este país lo inventó mi familia". 

Y aunque nadie hablará hoy o nunca de esto, creo que lo más importante que nos legaron los exiliados de las dictaduras militares sureñas fue la posibilidad del ejercicio de la lástima como mecanismo para no ver las penas propias. Sus dramas ciertos fueron nuestra telenovela: el territorio de llanto al fondo del cual dormita la certeza de que nunca nos sucederá eso, no en esos términos. A pocas cuadras de mi casa, una turba diaria de trovadores y afines, cercaba el apartamento de su colega Mike Porcel. No le permitían trabajar, pero tampoco salir del país; le impedían ver a su hijo mientras borraban de la memoria colectiva sus canciones de éxito. Sin embargo -y me incluyo- preferíamos pasar horas escuchando a nuestros amigos sureños hablar de la violencia policial en sus tierras para acallar la violencia parapolicial en la nuestra. 

Cuánto lloramos con ellos para no llorar por nosotros, por los amigos que se perdieron en el mar, la familia que se esparcía por el mundo y a la que sólo volveríamos a ver y tocar cuando recibimos esa orden del Comandante. Cuán menos infelices fuimos comparando con las suyas nuestras infelicidades. No así, así no moriríamos; nos iríamos quizás de otra manera, por fade out, deslizándonos hasta el agua, como Alfonsina. O cayendo como un foulard terrible, desde el compartimento del tren de aterrizaje de un avión de Iberia hasta el asfalto de Barajas. Pero no así, no como ellos.

Me alegra saberlos de vuelta a sus pagos, y me enorgullece ver cuánto han crecido humanamente, cuando yo voy rumbo a mi tercera geografía en una sola vida. Quizás alguno rumie un viejo resentimiento, y eso no le hace menos que quienes se alzaron por sobre sus dolores para recomponerse el mundo. El uruguayo Alejandro Bazzano aun tiene cara de niño, y su hijo cumple hoy 11 de septiembre veintiún años. Pasaron guerras y revoluciones, perdimos unas cuantas ilusiones, no la del cuento extraordinario de seguir buscándole la quinta pata al gato que nadie interesa.

En Nueva York, los viejos y los nuevos amigos recuerdan hoy cómo y dónde estaban ese otro 11 de septiembre, el de 2001. Y descubren para su sorpresa, que es la sorpresa de todos los emigrados, que les duele esa ciudad tanto o más que las suyas, y eso no los vuelve traidores sino sobrevivientes salvados por el amor. Que no hay manera de no ser de aquí ni ser de allá: que hay que ser y estar donde se es y se está. Sin avergonzarse por ser santiaguero en el DF, villaclareño en Atocha, montevideano en Barcelona, caraqueño en Amsterdam, machiquense en Chueca o marianaense en Windsor.

Que, sí, perdimos mucho, pero ganamos algo: la íntima convicción de que el desarraigo puede ser también la paz del futuro.

11 comentarios:

  1. Camilo: qué terrible y qué maravilloso.
    Es envidiable esa capacidad que tienes para revelar a través de tu historia la historia de tanta gente. Me has traído a la mente tantos recuerdos, tantas caras chilenas, uruguayas, argentinas... Y has descifrado con tanta claridad el más secreto de nuestros vínculos con ellos! Y has sido tan genuina e inteligentemente agradecido! Y te entiendo tan, pero tan bien!
    Un abrazo, querido amigo. Qué orgullosa -tristemente orgullosa, rabiosamente orgullosa, pero orgullosa- estoy de compartir estos recuerdos con alguien como tú, de que seas tú quien hoy nos explique lo que no hemos sabido poner en palabras y ha estado ahí por tantos años, de ser tu amiga.
    Un abrazo,
    esthermaría

    ResponderEliminar
  2. Grande, hermano. Gracias por interpretarnos tan bien. Gracias por poner en palabras toda esa complejidad que nos sigue doliendo inevitablemente...

    ResponderEliminar
  3. No tiene sentido redundar sobre lo que tan bien ha escrito Esthermaría, aquí estoy y con la misma emoción.

    ResponderEliminar
  4. Camilo te felicito, excelente post. Estoy dee acuerdo contigo, la violencia es violencia venga de donde venga (de derechas o de izquierdas)y nadie tiene derecho a a torturar, asesisar, golpear, discriminar, eliminar (no solo fisicamente) a nadie solo por pensar diferente.

    ResponderEliminar
  5. Siempre lograis conmoverme, hasta la risa o el llanto... se me hace imposible no reaccionar a lo que escribis... sois demasiado talentoso, con ese talento que nace desde la verdad, la experiencia y el coraje... loviu miamol

    ResponderEliminar
  6. Muy hermoso texto. Gracias por compartirlo. (Me uno a sus expresiones contra la guerra y el culto al militarismo). Gracias.

    ResponderEliminar
  7. Excelente! ... este y todos los textos que de un tirón me he leído de este blog, del que seguramente terminaré leyéndolo todo... De lujo el modo de escribir, de reverencia el de mirar... Gracias.

    ResponderEliminar
  8. Camilo, qué gran texto. Lo he leído con el consabido nudo en la garganta, sintiendo, como me suele ocurrir, que era escrito para mi. Y resulta que sí, que era para mi, machiquero en Chueca, triple, cuádruple, quíntuple compatriota tuyo, contando como patrias comunes Venezuela, Cuba, España, el desarraigo y la noche. Un abrazo fuerte.

    ResponderEliminar
  9. Echarte flores sería redundar en los halagos anteriores. Más doloroso que brillante... Yo también tenía 11 cuando el golpe y vi pasar las tanquetas desde mi ventana (Av. Pedro de Valdivia, 3813) y días después la visita de los milicos ... Esto del desarraigo es terrible! ... a estas alturas no creo haberlo superado, pero creo que no estoy solo (¿?). Felicidades por el blog.

    ResponderEliminar