martes, 12 de abril de 2011

CON HÉCTOR: PAN Y CEBOLLA



Cuando apenas comenzaba yo a inventar ficciones para la televisión en Cuba, un crítico sentenció que mi trabajo se parecía al de Héctor Quintero, con la intención – no sé, digo yo- de burlarse de lo que, con más torpezas que aciertos, pretendía yo proponer en el ambiente tedioso de la televisión  nacional de los 80.

No sabía el compañero que, lejos de ofenderme, la comparación me enorgullecía: Quintero es aún hoy uno de los nombres que más respeto entre los teatreros cubanos y ya quisiera alguna vez rozar siquiera el pérfido humor de su escritura y la soledad, la terrible soledad de la gente a la que puso voz. Gente casi toda de antes: antes de la Revolución, antes de La Perfección Socialista, antes de La Felicidad Plena Alcanzada. 


Con esa habilidad para sortear la suspicacia de los censores, Héctor ganó al deslastrarse de la inmediatez, impredecible siempre en esa isla que rige sus destinos por la dirección del chorro de la meada mañanera de un sólo hombre. Así, a sus personajes les era permitido gritar, lamentarse, maldecir su sino. Y ser más cercanos a quienes estábamos en platea, con otras fechas pero con parecidas esperanzas y frustraciones.
Por esa manera de contar tan diáfana y a la vez tan elegante, los críticos lo condenaron a ser "un autor popular", que es como decir "un autor menor". No tan menor, pues agotaba la taquilla con ideas frescas y textos inteligentes en tiempos donde la frescura comenzaba a ser un recuerdo y el humor una sucesión de groserías escatológicas.

Luego se fue al Teatro Musical de La Habana y ahí pasó años, estrena que estrena. Nunca fui a verlo, porque no hay nada más lamentable que un musical mísero y anticuado. Y eso es lo único que se podía sacar en un país sin lentejuelas ni información.  Pero aún con eso y con todo, Quintero es uno de mis mejores recuerdos. Y Lala Fundora, la ambiciosa y derrotada protagonista de  “Contigo pan y cebolla”, dándole la espalda al público para llorar, la más completa descripción del país donde nací.

Como siempre pasa, me entero de su muerte días después. Pero nunca es tarde para pedirle disculpas por la inmerecida comparación entre un aprendiz y un maestro de La Habanidad. Yo aún estoy batallando por conseguir que lo que escribo sea "arribita y alantico", como él definía el espectáculo. 





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