Palmeros de Chacao, Caracas 2011. Foto: Camilo Hernández |
Estos son
días de sentirme particularmente excluido del rumbo del mundo, con la Semana
Santa, la boda del príncipe William y un congreso del Partido Comunista cubano
que ni siquiera se esforzó en parecer gatopardiano.
De la
Semana Santa no disfruto ni el puente vacacional. Entre el atractivo de una
ciudad que se torna habitable por apenas cuatro días, mi aversión a la liturgia
de los viajes, y mi casi nula tolerancia hacia los tumultos y las esperas en
general, me he ausentado de Caracas sólo dos de las veinte Semanas Mayores que
he pasado en ella.
Pero ni
en una sola de esas dos decenas de oportunidades he visitado un templo. Sé que
es cobarde, a la altura del medio siglo de vida, culpar a otros por las carencias
personales, pero lo cierto es que haber crecido en el
país donde crecí y bajo el sistema político que me tocó, me convirtió en un eunuco
de la fe. Fueron demasiados años de odio anticlerical, y de un descarnado y
cruel materialismo pseudo científico que me metió entre pecho y espalda la
certeza de que no hay otra vida más allá de ésta, y que cada amanecer que le
sobrevivimos a La Nada no lo debemos agradecer a un Dios Supremo sino a uno terrenal,
Presidente y Jefe del Partido, que no acepta competencias en la sumisión.
No tener
hombros donde descargar el fardo de Lo Inexplicable es desolador. Lo sé y lo
padezco. Pero me ganan las inconsistencias históricas del calendario católico,
tan oportunistamente paganas, la pretendida superioridad racial del judaísmo y la
hipocresía de las jerarquías religiosas todas, tan prestas a bendecir conveniencias y
tan reacias a sancionar sus cada vez más evidentes perversiones. Como fui
manipulado buena parte de mi infancia y adolescencia, rehúso volver a serlo por credo político o místico alguno. Soy un ateo
irremediable.
Y sin embargo me fascina rastrear las obras de la Fe dondequiera que llego, porque tienen la conmovedora grandeza que nunca tuvo ni tendrá el materialismo histórico, como se entendió desde los bolcheviques hasta los lamentables revivals actuales. El cuerpo plastificado de Vladimir Ilych jamás tendrá la fuerza dramática que la sangre licuada de San Genaro ni las paradas militares la majestuosidad de la Misa en Re Menor de Mozart. Las grandes religiones, así luego traicionen lo que predican, convocan sobre la base de las virtudes. Los fanatismos políticos se apoyan en la revancha. Las religiones son teatrales; los totalitarismos no superan la barrera del kitsch más elemental. Y peor aún, han prostituido la última de las esperanzas de cualquier ser humano: tener en vida una parte de lo que las religiones prometen para el Más Allá. A mis padres, medio siglo atrás, alguien les propuso abonar con su sacrificio el paraíso donde vivirían sus hijos. No hace falta contar el resto. Y tal vez me falte la sesera de los grandes analistas políticos, pero ahí donde ellos ven tímidas aperturas cubanas al modelo chino yo sólo veo una gerontocracia comprando tiempo. Y después de ellos: El Diluvio, un diluvio incontrolable porque ellos personalmente se encargaron de deshacer todo tejido de mesura y todo territorio de consenso. Y de matar toda ilusión.
Y sin embargo me fascina rastrear las obras de la Fe dondequiera que llego, porque tienen la conmovedora grandeza que nunca tuvo ni tendrá el materialismo histórico, como se entendió desde los bolcheviques hasta los lamentables revivals actuales. El cuerpo plastificado de Vladimir Ilych jamás tendrá la fuerza dramática que la sangre licuada de San Genaro ni las paradas militares la majestuosidad de la Misa en Re Menor de Mozart. Las grandes religiones, así luego traicionen lo que predican, convocan sobre la base de las virtudes. Los fanatismos políticos se apoyan en la revancha. Las religiones son teatrales; los totalitarismos no superan la barrera del kitsch más elemental. Y peor aún, han prostituido la última de las esperanzas de cualquier ser humano: tener en vida una parte de lo que las religiones prometen para el Más Allá. A mis padres, medio siglo atrás, alguien les propuso abonar con su sacrificio el paraíso donde vivirían sus hijos. No hace falta contar el resto. Y tal vez me falte la sesera de los grandes analistas políticos, pero ahí donde ellos ven tímidas aperturas cubanas al modelo chino yo sólo veo una gerontocracia comprando tiempo. Y después de ellos: El Diluvio, un diluvio incontrolable porque ellos personalmente se encargaron de deshacer todo tejido de mesura y todo territorio de consenso. Y de matar toda ilusión.
La
ilusión, como la fe, ayudan a levantarse cada mañana. Ahora mismo,
buena parte del planeta se está prestando la felicidad del príncipe William,
ese muchachón inglés que empezó siendo la viva imagen de su madre, la mediática
Lady Diana, y ya adoptó la expresión de guacarnaco endogámico que
caracteriza a toda realeza. Aunque la noticia me tiene algo harto por
sobreexpuesta, admito que no me caen mal estos personajes reducidos a relacionistas públicos de los países que una vez gobernaron a sangre y fuego,
mientras se mantengan ahí y no pretendan salirse del plato, como la muy griega
Reina de España el día que le dio por opinar sobre los gays y la desollaron
viva como corresponde: que los contribuyentes no le pagan sus lujos y sus
sandeces para que ande metiendo la cuchareta donde no la invitaron.
Pero no
pido guillotina para ellos, aunque sean una casta de mantenidos. Total: los
dictadores también lo son, y además ordenan y echan a la muerte a millones de
sus súbditos por quítame esta pajita. Y no saben usar los cubiertos
correctamente.
Prefiero
mil veces la sonrisa bobalicona del principito británico camino de Westminster
con su muy graciosa prometida Kate no sé qué, que la decadente androginia de
Muamar el Gadafi y sus gestos ampulosos de Norma Desmond musulmana; las tacitas de té con las caras de los cónyuges que los
llamados a salvar una revolución que hace décadas dejó de merecer ese nombre; y
la sangre sana que la realeza busca inyectarle al tronco familiar que el cínico
lamento de un militar de ochenta años sobre la falta de relevo, cuando él y su
hermano se encargaron de tronchar toda sombra a su poder.
Pero, más
que todo, me enternece que el mundo siga poblado de gente con el alma abierta a creer, a
ilusionarse y deslumbrarse con encajes mediáticos o sobrehumanos. De ellos será
el reino de este mundo, nunca de los sembradores de odio.
Me has dejado, omo dicen en mi familia, “anónima”, Camilo. Qué bien dicho y qué bien retratada nuestra angustia y nuestras casi nulas y escuálidas elecciones vitales. Gracias por darle tan buena voz a lo que tantos sentimos. Eres un genio y te quiero.
ResponderEliminarEsthermaría
No por gusto venimos de los mismos relatos.
ResponderEliminarCamilo.
ResponderEliminarSiempre te visito. La mayoría de las ocasiones en silencio. Para no molestar, para no joder (suena más cubano) Pero hay ocasiones en que no puedo resistir la tentación de darte una palmadita cibernética. Este escrito no tiene desperdicio. Solo los que de algún modo, con mayor o menor crudeza lo vivimos y lo sufrimos, sabemos la magnitud del desarraigo. ¡Cuanto nos robaron, cuanto odio intentaron inocularnos! Bastante bien andamos…Se como acabara la boda en Londres, no sé como acabara el entierro en la Habana. De lo que estoy seguro es que, llegado el momento, en La Habana lo enterraran muchos, en Londres solo William.
Un abrazo y Thank you.
M.Grillo
me encanta Camilo, no sabes cuanto me he visto reflejada leyéndolo
ResponderEliminarComo siempre un placer leerte!!!
ResponderEliminaraunque nos dejas el dolorcito de vernos en el espejo de tus letras!
¡¿Y de dònde crees que sale mi angustia cada vez que se acercan elecciones y la gente dice que no va a votar?!
ResponderEliminarMuy bien escrito, primera vez q entro al blog y ya lo puse en My Google Reader, me he leido todos los post de una vez, me gusta el invento y juego de palabras, me recuerda a Zumbado. Slds y suerte por donde estas.
ResponderEliminarMuy honrado por tu comentario, Luis. Zumbado fue un gran amigo de mi casa y mío. Saludos
ResponderEliminarComo siempre, te leo con un gusto enorme. ¡Gracias por el placer!
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