martes, 26 de abril de 2011

WILLIAM, LA FE Y LOS DAÑOS IRREVERSIBLES

Palmeros de Chacao, Caracas 2011. Foto: Camilo Hernández

Estos son días de sentirme particularmente excluido del rumbo del mundo, con la Semana Santa, la boda del príncipe William y un congreso del Partido Comunista cubano que ni siquiera se esforzó en parecer gatopardiano.

De la Semana Santa no disfruto ni el puente vacacional. Entre el atractivo de una ciudad que se torna habitable por apenas cuatro días, mi aversión a la liturgia de los viajes, y mi casi nula tolerancia hacia los tumultos y las esperas en general, me he ausentado de Caracas sólo dos de las veinte Semanas Mayores que he pasado en ella.

Pero ni en una sola de esas dos decenas de oportunidades he visitado un templo. Sé que es cobarde, a la altura del medio siglo de vida, culpar a otros por las carencias personales, pero lo cierto es que haber crecido en el país donde crecí y bajo el sistema político que me tocó, me convirtió en un eunuco de la fe. Fueron demasiados años de odio anticlerical, y de un descarnado y cruel materialismo pseudo científico que me metió entre pecho y espalda la certeza de que no hay otra vida más allá de ésta, y que cada amanecer que le sobrevivimos a La Nada no lo debemos agradecer a un Dios Supremo sino a uno terrenal, Presidente y Jefe del Partido, que no acepta competencias en la sumisión.

No tener hombros donde descargar el fardo de Lo Inexplicable es desolador. Lo sé y lo padezco. Pero me ganan las inconsistencias históricas del calendario católico, tan oportunistamente paganas, la pretendida superioridad racial del judaísmo y la hipocresía de las jerarquías religiosas todas, tan prestas a bendecir conveniencias y tan reacias a sancionar sus cada vez más evidentes perversiones. Como fui manipulado buena parte de mi infancia y adolescencia, rehúso volver a serlo por credo político o místico alguno. Soy un ateo irremediable. 


Y sin embargo me fascina rastrear las obras de la Fe dondequiera que llego, porque tienen la conmovedora grandeza que nunca tuvo ni tendrá el materialismo histórico, como se entendió desde los bolcheviques hasta los lamentables revivals actuales. El cuerpo plastificado de Vladimir Ilych jamás tendrá la fuerza dramática que la sangre licuada de San Genaro ni las paradas militares la majestuosidad de la Misa en Re Menor de Mozart. Las grandes religiones, así luego traicionen lo que predican, convocan sobre la base de las virtudes. Los fanatismos políticos se apoyan en la revancha. Las religiones son teatrales; los totalitarismos no superan la barrera del kitsch más elemental. Y peor aún, han prostituido la última de las esperanzas de cualquier ser humano: tener en vida una parte de lo que las religiones prometen para el Más Allá. A mis padres, medio siglo atrás, alguien les propuso abonar con su sacrificio el paraíso donde vivirían sus hijos. No hace falta contar el resto. Y tal vez me falte la sesera de los grandes analistas políticos, pero ahí donde ellos ven tímidas aperturas cubanas al modelo chino yo sólo veo una gerontocracia comprando tiempo. Y después de ellos: El Diluvio, un diluvio incontrolable porque ellos personalmente se encargaron de deshacer todo tejido de mesura y todo territorio de consenso. Y de matar toda ilusión.

La ilusión, como la fe, ayudan a levantarse cada mañana. Ahora mismo, buena parte del planeta se está prestando la felicidad del príncipe William, ese muchachón inglés que empezó siendo la viva imagen de su madre, la mediática Lady Diana, y ya adoptó la expresión de guacarnaco endogámico que caracteriza a toda realeza. Aunque la noticia me tiene algo harto por sobreexpuesta, admito que no me caen mal estos personajes reducidos a relacionistas públicos de los países que una vez gobernaron a sangre y fuego, mientras se mantengan ahí y no pretendan salirse del plato, como la muy griega Reina de España el día que le dio por opinar sobre los gays y la desollaron viva como corresponde: que los contribuyentes no le pagan sus lujos y sus sandeces para que ande metiendo la cuchareta donde no la invitaron.

Pero no pido guillotina para ellos, aunque sean una casta de mantenidos. Total: los dictadores también lo son, y además ordenan y echan a la muerte a millones de sus súbditos por quítame esta pajita. Y no saben usar los cubiertos correctamente.

Prefiero mil veces la sonrisa bobalicona del principito británico camino de Westminster con su muy graciosa prometida Kate no sé qué, que la decadente androginia de Muamar el Gadafi y sus gestos ampulosos de Norma Desmond musulmana; las tacitas de té con las caras de los cónyuges que los llamados a salvar una revolución que hace décadas dejó de merecer ese nombre; y la sangre sana que la realeza busca inyectarle al tronco familiar que el cínico lamento de un militar de ochenta años sobre la falta de relevo, cuando él y su hermano se encargaron de tronchar toda sombra a su poder.

Pero, más que todo, me enternece que el mundo siga poblado de gente con el alma abierta a creer, a ilusionarse y deslumbrarse con encajes mediáticos o sobrehumanos. De ellos será el reino de este mundo, nunca de los sembradores de odio.

miércoles, 20 de abril de 2011

PARA LA HISTORIA


A Javier de Castromori, que tan hermoso trabajo 
hace por devolverle la memoria a un país con Alzheimer. 


La televisión cubana comenzó a usar el delay en sus trasmisiones en vivo, al mejor estilo de la televisión norteamericana después que Justin Timberlake le sacó una teta a Janet Jackson en el intermedio del Super Bowl. Gracias a eso los televidentes no pudieron ver el discurso pronunciado por Fidel Castro al visitar la clausura del 6to Congreso del Partido Comunista de Cuba. A diferencia del delay de la televisión norteamericana, donde alcanzan cinco minutos para corregir metidas de pata, el cubano es de aproximadamente 10 horas para corregir errores de 53 años. 

Por su innegable valor documental, hemos transcrito los momentos más importantes del discurso: 

"Delglebe epssstreb glub glub wer-t-t-t-t lobbbglonbong... rutttifff eudoblegg frugggg librción (APLAUSOS DE PIE) Sefffglub glujjj eussst bluggg seeebbb jjjurg rull crstttt glub fushhh semggg (BUCHE QUE SE LOGRA CONTROLAR CON UN PAÑITO SOBRE EL MICRÓFONO) ¿Dostá Mriela? (SE PONE DE PIE MARIELA CASTRO) ¡¡Yanda cuna pilemaricone! (LOS AMIGOS DE MARIELA COREAN "LAS NALGAS UNIDAS JAMÁS SERÁN VENCIDAS") flugg weg limmmb lusgfugzz Crisi doctubre (OVACION DE CINCO MINUTOS DE PIE)  !Meeegggg suggfinhggg lorrrruciónnnnn! Blgggg (SE LE ESCAPA UN PEO) ¡Ñooo, 'guien tá podrío poraquí!  (RETOMA EL HILO DEL DISCURSO) Seeeggggg murrggg, entleeeegg! ¡Mricones perilistas! (GRITOS DE "PIN PON FUERA, ABAJO LA GUSANERA") Liaaaannn Gnzále... ¡Serrgggg gluffff cionarrrrssss! (GRITOS DE "FI-IDÉL, FI-IDÉL, FI-IDÉL") Lorgggg prtido munistaaaa! ¡Triomuejte sremo! Zzzzzzzzzzzzzzzzzz..." (SE LO LLEVAN CARGADO ENTRE DOS DE LOS HIJOS QUE NUNCA DIJO QUE TENIA)



martes, 12 de abril de 2011

CON HÉCTOR: PAN Y CEBOLLA



Cuando apenas comenzaba yo a inventar ficciones para la televisión en Cuba, un crítico sentenció que mi trabajo se parecía al de Héctor Quintero, con la intención – no sé, digo yo- de burlarse de lo que, con más torpezas que aciertos, pretendía yo proponer en el ambiente tedioso de la televisión  nacional de los 80.

No sabía el compañero que, lejos de ofenderme, la comparación me enorgullecía: Quintero es aún hoy uno de los nombres que más respeto entre los teatreros cubanos y ya quisiera alguna vez rozar siquiera el pérfido humor de su escritura y la soledad, la terrible soledad de la gente a la que puso voz. Gente casi toda de antes: antes de la Revolución, antes de La Perfección Socialista, antes de La Felicidad Plena Alcanzada. 


Con esa habilidad para sortear la suspicacia de los censores, Héctor ganó al deslastrarse de la inmediatez, impredecible siempre en esa isla que rige sus destinos por la dirección del chorro de la meada mañanera de un sólo hombre. Así, a sus personajes les era permitido gritar, lamentarse, maldecir su sino. Y ser más cercanos a quienes estábamos en platea, con otras fechas pero con parecidas esperanzas y frustraciones.
Por esa manera de contar tan diáfana y a la vez tan elegante, los críticos lo condenaron a ser "un autor popular", que es como decir "un autor menor". No tan menor, pues agotaba la taquilla con ideas frescas y textos inteligentes en tiempos donde la frescura comenzaba a ser un recuerdo y el humor una sucesión de groserías escatológicas.

Luego se fue al Teatro Musical de La Habana y ahí pasó años, estrena que estrena. Nunca fui a verlo, porque no hay nada más lamentable que un musical mísero y anticuado. Y eso es lo único que se podía sacar en un país sin lentejuelas ni información.  Pero aún con eso y con todo, Quintero es uno de mis mejores recuerdos. Y Lala Fundora, la ambiciosa y derrotada protagonista de  “Contigo pan y cebolla”, dándole la espalda al público para llorar, la más completa descripción del país donde nací.

Como siempre pasa, me entero de su muerte días después. Pero nunca es tarde para pedirle disculpas por la inmerecida comparación entre un aprendiz y un maestro de La Habanidad. Yo aún estoy batallando por conseguir que lo que escribo sea "arribita y alantico", como él definía el espectáculo.