jueves, 30 de septiembre de 2010

Yaba Daba Don't


Que el cómic de Los Picapiedras (The Flinstones) cumpla 50 años y en Cuba nadie sepa qué es eso, es otro ejemplo del triste país que somos. En el tortuoso camino hacia la restauración monárquica (*) los burócratas -que no son varios sino uno solo- han pasado medio siglo decidiendo qué debemos ver, oír, aplaudir y hasta morir por. Nos despojaron de los rituales aglutinantes de cualquier sociedad, desde los actos de graduación con toga y  birrete hasta el cotidiano regalo de sentar a toda la familia alrededor de una cena, y los sustituyeron por la única veneración posible: el culto a Su Poder.  Celebramos o no los carnavales según de qué lado les haya amanecido el moño, pero ni un solo año han suspendido los actos por el 26 de julio.
Es un largo aprendizaje el que le toca a cada cubano cuando sale al mundo. Criados en una concepción de la vida tan improbable, aséptica y sofista, la mayoría no resiste el contacto con el primer teléfono celular o la primera raya de cocaína. Es triste ver que buena parte del  exilio cubano esté integrado por apolíticos comedores de jamón de pierna y aún más que varios de mis amigos se hayan achicharrado el cerebro a punta de químicos porque nadie les enseñó que se puede ser cool sin siquiera fumar cigarrillos.
Pero volviendo a Los Picapiedras, hoy la gente celebra, más que unos personajes animados, los recuerdos gratos de su infancia, voltean con una sonrisa a verse cómo eran cuando Pedro se deslizaba por la cola del dinosaurio al grito de Yaba Daba Doo. En Cuba, como todos los días, el único tema posible es sobrevivir. Y esperar.
Muchos dirán que hay cosas más Importantes que Los Picapiedras. Estoy de acuerdo. Tampoco es importante la canción Yolanda de Pablo Milanés y los cuentos de Pepito. Y jugar Scrabble y decir “salud” cuando alguien estornuda y oler la albahaca fresca y sentarse en una plaza a ver la vida discurrir sin pretensiones y leer a Verne y dormir empiernado con la persona que uno ama. Pero a qué pasado podremos mirar si no existieran.
Pero eso a ellos no les importa. El problema de los autócratas no es la grandeza con que se miran al espejo sino el desprecio con que ven las pequeñas cosas, incluidos nosotros, sus súbditos.  

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(*) Si el comunismo no es monarquía, entonces explíquenme por qué Kim Jong-Il, que heredó el mando de Corea del Norte de su padre Kim Il-Sung, tenga pensado traspasarle el poder a su hermana o a su hijo menor. O, sin ir más lejos: explíquenme a Mariela con su escuálida corte de maricones adulantes sobre un descapotable por Hamburgo agitando una bandera gay y pidiendo la libertad de cinco espías homófobos. Y luego critican las excentricidades de las princesas europeas.

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