jueves, 30 de junio de 2011

¿CÓMO HARÍAMOS, CAMARADAS? (INTERLUDIO)

Disparo sobre la mejilla de la Divina Pastora

La vida nos está regalando una nueva oportunidad de corroborar (digo, si es que alguien tenía dudas) que vivimos a la sombra de un gobierno tribal que dijo abrazar los postulados del marxismo sólo para conseguir la protección militar cubana y la complicidad de la llamada izquierda mundial.

En momentos en que el caudillo está (o dicen que está, o niegan que está) quebrantado de salud, mientras se supone que lo asiste lo más avanzado de La Ciencia, allá en La Habana, a sus correligionarios no se les ocurre algo más pertinente y efectivo que convocar a misas, cadenas de oraciones, procesiones y rituales blancos y negros, que atraigan la indulgencia del Allá Arriba, en el cual parecen confíar tanto o más que en la pericia de los médicos.   

El Socialismo, para rubor de Marta Harnecker y demás redactores de manuales filosóficos, hizo su entrada al siglo XXI, no de la mano de los  racionalistas Karl Marx y Friedrich Engels, sino imbuido del espíritu mágico-religioso de las sociedades primitivas. En vez de fundar academias y laboratorios, los nuevos revolucionarios prefieren disfrazarse de Yma Sumac en el altiplano y bailar la pata coja al compás de zampoñas, quenas y pinkillos, mientras mascan hojas de coca y unos señores con plumas los ensalman. No se reúnen a debatir El Manifiesto Comunista; ni siquiera sienten curiosidad por visitar, en la Plaza Roja de Moscú, la calva reluciente de Vladimir Ilych Lenin, padrecito del proletariado que dicen representar. No: prefieren volar a la India, y postrarse a los pies de Sai Baba, una versión anciana de Diana Ross que se creyó la encarnación de Dios, y ni siquiera la pegó prediciendo la fecha de su propia muerte.   

Y hablo de los pocos que tienen inquietudes espirituales: el grueso prefiere visitar Orlando y comprarse apartamentos en la Calle Serrano de Madrid.

Aclaro que no es mi ánimo demeritar y mucho menos ofender a los creyentes de buena fe, que conozco muchos y sé que cuanto hacen es para bien del prójimo. Pero sucede que nací en Cuba, que es la Estrella Polar que guía a nuestro Primer Convaleciente (o no).  Y mucho antes de exponerme al Materialismo Histórico, de F. V. Konstantinov, los Fundamentos de la Filosofía Marxista, de V. Afanasiev y toda suerte de folleticos de la Editorial Progreso, ensamblados en Moscú con un pegamento que olía a peo de coliflor, me enseñaron que dios, cualquier dios, es un invento de las clases dominantes, y que la religión “es una forma de alienación porque (…) consuela al hombre de los sufrimientos (…), disminuye la capacidad revolucionaria para transformar la auténtica causa del sufrimiento (…), y legitima dicha opresión”, como dijo Karl Marx. Chúpate esa mandarina, como dijo Oscar Yanes. 

En la escuela me incitaron a apedrear los vitrales de las iglesias, a gritarles maricones a los curas y putas a las monjas. Si no hice nada de eso fue porque los valores que me inculcó mi familia eran más fuertes. Pero aún así, mi madre eliminó de la vista todo signo de su fe y nos educó como lo orientaba el Partido, con una rectitud que el Partido jamás practicó puertas adentro. Sacrificó su propio sistema de creencias para que nosotros pudiéramos sobrevivir en la jungla del comunismo científico. 

Años después, cuando mi espíritu estaba irreversiblemente castrado, descubrí que los folletos soviéticos eran el verdadero opio que nos mantenía drogados con su olor a peo de coliflor, mientras ellos, los que comandaban las cacerías de brujas y proclamaban la intransigencia revolucionaria como modo de vida, se entregaran a cuanto ritual esotérico, magia homeopática y contaminante les ponían delante. Con un objetivo: prolongarse en el poder.

Esa parece ser, a fin de cuentas, la única fe que los anima a todos. Un día más con la sartén por el mango, bien vale una misa babeada por Juan Pablo II. O hacerse santo en Nigeria. O jorungar la osamenta de Simón Bolívar en una ceremonia que dejó más dudas que certezas, por la hora en que se realizó, los vestuarios blancos y las identidades cuidadosamente ocultas de los “científicos” a cargo.

No espero que los comunistas de la comarca se ruboricen o al menos se excusen para no participar de esos rituales desbocados por la desesperación. Desde mucho antes del pacto de no agresión entre Stalin y Hitler se sabe que Los Camaradas están dispuestos a bailar en cualquier carroza que los acerque al poder, aunque invariablemente después los bajen a patadas. Esas son las condiciones objetivas de que hablaba el Profeta Karl. Y al mal tiempo: buena cara. Si hay que ascender al fascista confeso Juan Domingo Perón al nicho de Los Libertadores: pues se le asciende. Si hay que pasarse por el arco del triunfo al socialista José Carlos Mariátegui y sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, para celebrar el primitivismo impúdico del Presidente Evo Morales: ¿quién dijo miedo? ¡Aplaudámosle! ¿Que el derechista Mel Zelaya quiere entrar al club? ¡Entre, que  caben cien, si hasta se da un aire a Sandino con su sombrero tejano!  

Lo triste es que, en la balanza de este socialismo mendaz, ellos son la vanguardia, el progreso, el futuro. Y yo un reaccionario de mierda al servicio de la derecha. Qué bolas, profesora Harnecker.

Y ahora nos piden que nos hinquemos como Betty B-O-5, saquemos los rosarios, despescuecemos las gallinas, nos cubramos la cabeza de ceniza, guardemos los misiles y saquemos los misales.

Y ahí pregunto: ¿cómo haríamos, camaradas del Partido, si yo no sé siquiera con qué mano hay que persignarse? ¿Si al sol de hoy sigo siendo, por desgracia para mi sosiego, un positivista irremediable, un pendejo epistemológico?

Eso fue lo que me enseñaron en el Mar de la Felicidad. Y árbol que crece torcido, ni que lo fajen chiquito. 

Pero al menos aprendí que la religión es un estado del alma que quienes no practicamos estamos obligados a respetar, ante todo, con nuestro silencio. Jamás participaré de un ritual político, mágico o místico en el que no crea, porque al hacerlo, ofendo a quienes se guían por esos preceptos. No seré El Hombre Nuevo que ustedes aseguran ser, pero me enseñaron en la casa alguito de decencia. 

Y si, como me temo, este show que están montando no tiene otra intención que convertir en deidad al objeto de los rezos, en sincretizar en una persona todos los poderes del Más Acá, el Más Allá y el Más Arriba, manipulando políticamente la fe de las personas de bien de este país, el asco y la vergüenza me privan de toda opinión.

Sólo una frase, tantas veces oída, queda sonando en mi mente: eso se devuelve.

miércoles, 22 de junio de 2011

EXOTIC LOUNGE EN LA HABANA (Parte Uno)




Este texto lo escribí, con notable esfuerzo de mis mermadas neuronas, para un presunto libro 
que se iba a editar sobre La Habana, ciudad donde tuve la ocurrencia de nacer. 
Los detalles están en mi post del 16/11/2010 
Como no es peor que otras cosas que haya escrito y ustedes hayan padecido con su habitual bondad, 
lo reproduzco en dos partes, porque es largo.

El (por llamarle de alguna manera) autor.

Se llamaba Patricia, y no era una mujer: era un mambo. Lo hizo famoso -no faltaba más, si de un mambo se trataba- Dámaso Pérez Prado en 1958.  Una veintena de semanas en las listas de Billboard, codeándose con Volare, de Domenico Modugno, All I Have To Do Is Dream, de The Everly Brothers y la insumergible Tequila, de The Champs no es poca cosa.

Pero Patricia estaba llamada a más: en 1960 volvió a la carga hecha carne y celuloide –que no celulitis- en una escena del film italiano La Dolce Vita, de Federico Fellini. Para varias generaciones de cinéfilos –y una o más de masturbadores- Patricia está indefectiblemente asociada al mórbido cuerpo de Anita Ekberg, sumergida hasta donde hacía falta en la Fontana di Trevi, pese a que el mambo de marras sólo se deja escuchar durante un poco feliz strip tease de la actriz rumana Nadia Gray -neé Nadia Kujnir-Herescu-  quien, al hacerlo, confirmó lo que siempre se supo: que el erotismo no está en ver, sino en quedarse con las ganas de ver. 
Suecia derrotó a Rumania con 180º de tetas asomando por el escote de Anita.
Anita Ekberg
Para mí, nacido el mismo año en que se hizo la película, Patricia  no tiene nada de cine y sí mucho de ciudad. Así sonaba La Habana –o la parte de ella que conocí- en mi infancia, en la cúspide de lo que hoy llaman lounge y que por entonces se conocía como música de lobby y, en general, de todos aquellos lugares donde existiera la facilidad técnica del hilo musical. En la década inicial y más entusiasta de esa Revolución que aún se podía escribir con mayúscula; con Sartres, De Beauvoirs y Cortázares aterrizando en Rancho Boyeros para sumarse al jolgorio, y miles de cubanos despegando desde la misma pista hacia el Nuncajamás del exilio, La Habana era una promesa de modernidad a la que le habían extirpado un tumor maligno de apellido Batista y de la que sólo se esperaban mejorías.

Lo apocalíptico aún no se había instalado en la música popular, ni en la cotidianidad del cubano. Y el repertorio patriotero, himnos y marchas aparte, casi se limitaba a dos compositores: Eduardo Saborit y Carlos Puebla. Pero Cuba, qué linda es Cuba, de Saborit, tan cantada por entonces, apelaba a los lugares comunes del nacionalismo: su cielo inigualable, la luna iluminando el cañaveral y la bandera. De no tener el verso un Fidel que vibra en la montaña, podía ser consideraba una cursilería apolítica. Y qué decir de su estribillo: Cuba, qué linda es Cuba / quien la defiende la quiere más, es una invitación al relajo danzario y nunca una convocatoria a la inmolación numantina.
Partitura de "Hasta siempre, Comandante", también de Carlos Puebla.
Algo así pasaba con las guarachas de Puebla: es difícil ponerse intenso con se acabó la diversión / llegó el Comandante y mandó a parar, aunque aquí la diversión ya sonaba a contrición: el Comandante había llegado a expulsar a los mercaderes del templo del bayuseo, y más nos valía andar al hilo.

En los actos del colegio de mi niñez se cantaba una cuarteta tan vieja como el siglo

Martí no debió de morir
¡Ay, de morir!
Si fuera el maestro del día
Otro gallo cantaría
La patria se salvaría
Y Cuba sería feliz.
¡Ay, muy feliz!

Y la Organización de Pioneros de Cuba tomaba prestado el himno de los Boy Scouts

Pionero soy de corazón
Y acamparé con ilusión
Al monte iré
Lo escalaré
Nudos haré
Con precisión.

Y así fuimos cantando hasta que alguien sinceró la situación: los Pioneros no fueron creados para acampar ni hacer nudos, y el gallo de Martí había cantado con la llegada de Fidel y La Patria era, en consecuencia, felicísima.

Se acabó la diversión, había profetizado Carlos Puebla. Y nadie le hizo caso.

Mientras llegaba un sonido parecido a lo que se suponía que íbamos a ser (sería conocido como Nueva Trova), que sustituyera las notables bajas que la música cubana estaba teniendo –desde Celia Cruz y la Sonora Matancera hasta el ineclipsable Ernesto Lecuona- la ciudad se bañaba en instrumentales ubicuos e inocuos, nacionales e importados. A fin de cuentas, qué se podía hacer, si La Habana que se edificó antes del 59 –que tan buena salió que no han podido con ella- tenía la escandalosa luminosidad de una portada de LP y su sonido era Hi-Fi.  
Skyline del Vedado visto en dirección este-oeste por el Malecón.
Hacia la izquierda, cuadrado y con la torre en el centro la silueta del Edificio Focsa
(Foto del autor)
 Algún día los urbanistas tendrán que estudiar las equivalencias musicales de El Vedado. Admitir que la silueta emblemática del edificio Focsa, por ejemplo, es el correlato arquitectónico de Hernando’s Hideaway, pero sólo si está tocado por la orquesta de Billy May. Que no hay nada más parecido a la entrada del Hotel Riviera que el Malambo No. 1, de Yma Sumac. Y que la conjunción del Malecón, el mar, y uno rodando en un carro cola de pato, hacen un maridaje perfecto con la trompeta desmayada que tocó Billy Regis en Cherry Pink And Apple Blossom White, otro éxito -no original, no mambo, sí chachachá- del inefable Dámaso Pérez Prado.

Por supuesto que había cantantes. Muchos y muy buenos. Pero no eran omnipresentes como esos instrumentales. Salvo Beny Moré, que no murió en 1963 sino a finales de la década, cuando el gobierno confiscó las victrolas que esparcían su voz desde todas las bodegas de esquina de todas las ciudades, pueblos y caseríos del país. Beny –con una N, no dos- dejó de ser patrimonio del aire para someterse a la discrecionalidad radial, y los cubanos se quedaron sin recibir su bendición tantas veces como les diera la gana, a cambio de una moneda en la barriga del tocadiscos.

Hubo empeño por hacernos olvidar cómo sonábamos antes de 1959: era parte del plan para exterminar la diversión dispersa del cubano. No por gusto el primer acto censor conocido del nuevo gobierno fue contra PM, un corto que presentaba, sin editorializar, la noche habanera con sus percusionistas salvajes, sus virtuosos anónimos, y el goce erótico de sus bailadores.

A la revolución, clasista y racista desde sus orígenes, no le interesaba promover esa música de negros como valor patrio.

Los artistas populares que se mantuvieron en el país, grandes y venerados en el pasado –Abelardo Barroso, Paulina Álvarez, Raúl Planas, Barbarito Diez, o Celina González, por mencionar algunos-  quedaron de relleno en programas televisivos como Álbum de Cuba y Palmas y Cañas, tristes muestrarios de lo que habían sido. Los rebeldes pagaron con ostracismo y olvido el pecado de no bajar la cabeza. Y unos pocos “afortunados” dieron con los huesos de su talento en hoteles de técnicos extranjeros, como oficialmente llamaban a los asesores importados de la Europa Socialista a quienes el cubano de a pie, adicto a generalizar, llamaba bolos. (1) Fue en el lobby de uno de esos hoteles, el Deauville, donde el investigador venezolano César Miguel Rondón buscó a Rubén González, otrora pianista del gran Arsenio Rodríguez. Y lo encontró, amenizando la nada desde un vergonzoso piano vertical. Al calor de la conversa y la admiración, los dedos de González comenzaron a acariciar un danzón amable llamado Fefita.

Ay, Fefita, por Dios,
no me trates así

No le dieron tiempo de terminarlo: un compañero se acercó a llamarles la atención, y Rubén tuvo que regresar del desvarío cubano a los territorios inodoros de la música de lobby.

Todas las baterías estaban enfiladas a imponer una nueva ética musical, tan tonta como pop, que le hablara sin segundas lecturas al imbécil que todos llevamos dentro. La invasión y la evasión tuvieron dos frentes. En la radio: con Nocturno, consagrado a tatuar en la memoria colectiva la música más comercial en habla hispana. Nada de inglés, que ese es el idioma del Enemigo. Su tema eterno era  un instrumental pop: La muchacha de la valija -o La Ragazza con la Valigia o La muchacha con la maleta o Just That Same Old Line- del saxofonista lombardo Fausto Papetti.

El segundo frente, en televisión, era un programa dominical llamado Buenas Tardes, donde las estrellas de una nueva ola que no llegó ni a espumita de orilla, versionaban cuanta pazguatada lanzaban Eurovisión, San Remo, las estaciones de Cayo Hueso y la España franquista. Pero no toda: la canción Poco antes de que den las diez, de Joan Manuel Serrat, salió del aire cuando los censores detectaron que describía –ergo: incitaba a- relaciones prematrimoniales. O sea: esperaban que fuéramos imbéciles y además asexuados.
Mirtha y Raúl 5 mentarios
El clímax de semejante comemierdancia lo alcanzaría el compositor Raúl Gómez, engendrito de Buenas Tardes, cuando presenta en un festival de Europa del Este su balada El recuerdo de aquel largo viaje, que describe cómo el viento arrastra algún sombrero en un país donde nadie los usa, a menos que sean de guano;  espera que quizás mañana brille más el sol en un trópico donde, si el sol llega a brillar más, evapora la isla; y promete seguir sentado en el andén, tan Penélope él, y tan absurdo en una Habana sin cultura de trenes ni  metro.

Fue el sacrificio último de la identidad cubana en el altar de la música ligera, escrita para disfrute de nuestros hermanos del campo socialista, que sí tenían andenes, urgencia de sol y sombreros de fieltro que dejar caer.

Tanto esfuerzo para que, que en cuanto la libertad les dio el chance, los bolos mandaran al carajo esa relación familiar impuesta desde Moscú, que nunca desearon. Gómez, terminó yéndose a Miami, donde supongo tendrá su público, que en este mundo hay gente para todo.
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  NOTA:
(1) Aunque los cubanos se precien de haber inventado la palabra bolo, -significando algo romo, tosco, sin forma, falto de gracia- para designar a los soviéticos, y por extensión, a todos los llegados de Europa del Este, todo parece indicar que la palabra existía desde mucho antes. Es una abreviación de bolshevik