viernes, 25 de marzo de 2011

ERA TAN BELLA ELIZABETH TAYLOR (1932-2011)


Elizabeth Taylor by Andy Warhol

A mí nunca me gustó Elizabeth Taylor como actriz. Pero coincido con el resto de quienes la evocan, ahora que ha muerto: era bella. No está en mi top personal, que se reparte entre la austríaca Hedy Lamarr y la mexicana María Félix, con Greta Garbo pisándoles los talones. Pero era bella. Un poco cachetona y con la boca demasiado pequeña para mi gusto. Pero bella.

Hedy Lamarr (1914-2000)
María Félix (1914-2002)
Greta Garbo (1905-1990)

La voz no la acompañaba, eso sí. La Garbo tenía el tono grave de un cosaco despechado y aún hoy, uno la escucha y se la imagina diciéndote cochinadas en la pata de la oreja.  Pero Liz  sonaba como una gata con el rabo pisado: un agudo chillón y nasal, que con los años logró bajar una octava, pero siguió sonando como una gata vieja con el rabo pisado.
Y, definitivamente, nunca me inspiró un mal pensamiento. La veía demasiado pura, demasiado niña de colegio de monjas: de lo más María Corina.  La hubiera buscado, eso sí, para que me repasara química la víspera del examen final, porque tenía cara de ser la primera del aula y sus cuadernos seguro eran impecables y olían a vetiver. Pero imaginarla en otra posición que no sea arrodillada junto a la cama y rezando ángel de la guarda, dulce compañía, sería una depravación peor que tener sueños húmedos con Dora La Exploradora.
Pero hay consenso en que era bellísima, y no soy quien para decir lo contrario. Más un bello animal que una buena actriz. Siempre he creído que se ganó dos Oscares por la misma razón que Sandra Bullock y Reese Witherspoon, Grace Kelly y Gwyneth Paltrow: porque era, como ellas, "activos de la compañía". 100% Hollywood. Y La Academia, de vez en cuando, se cansa de andar repartiendo estatuillas a gente fea de nombre impronunciable de la que luego no se tiene noticia. Lo menos que se espera es que el premiado le retribuya a La Academia lo que La Academia está haciendo por él.  Y lo menos que Hollywood espera de ti es que te comportes como uno de ellos: como una Estrella.
Liz fue la quintaescencia del estrellato. Sus enfermedades insólitas –Gaby Spanic: aprende-, los maridos que les quitaba a las demás o que conseguía en las reuniones de Alcohólicos Anónimos, y los regalos que le hacían esos maridos, fueron siempre carne de portada. Richard Burton (con quien se casó, se divorció, y volvió a casarse, demostrando que no sólo Julio Iglesias tropieza de nuevo con la misma piedra) le compró en Cartier un diamante por un millón cien mil dólares (porque en Hollywood pagan buenos sueldos y royalties, no como aquí) que luego ella revendió por el triple. Fue patria o muerte con Michael Jackson: lo defendió con uñas y dientes cuando lo acusaron de pederasta. Y él, en agradecimiento, se hizo operar ojos y cejas para que se parecieran a los de ella. 
Liz fue más conocida por sus escándalos que por su obra. Una verdadera diva.
Pero deja un considerable legado, también extrafílmico. Fue la primera celebridad que se solidarizó abierta y militantemente con los enfermos de SIDA, cuando a su amigo, el actor Rock Hudson, le diagnosticaron la enfermedad. Mientras la histérica de Kim Novak amenazaba con demandar al acontecido galán en tribunales porque él la había besado en la película El espejo roto estando presuntamente consciente de lo que tenía, Liz no sólo lo defendió, también estuvo con él hasta su muerte, cuando poco se sabía del HIV y se les eludía como apestados. Desde entonces, se convirtió en una incansable activista para la educación, prevención, estudio y respeto a los enfermos de SIDA, por lo cual recibió en 1992 el Premio Príncipe de Asturias a la Concordia.
Por ahí la tengo en el video del tributo a Freddie Mercury, cuando salió a hablar al escenario del Wembley Stadium y algunos espectadores, en la adrenalina del rock, comenzaron a abuchearla para que no interrumpiera el concierto. La Doña, sin renunciar a su sonrisa perfecta, les dijo, palabras más o menos: “me tienen que escuchar, porque por no escuchar es que muere tanta gente”. Sobra comentar la ovación que le dieron a Dame Elizabeth, a quien la reina Isabel II otorgó ese título porque era inglesa de nacimiento.
Pero volviendo al tema: como actriz, que era la profesión por la que pagaba impuestos, nunca me gustó. Y no puedo decir lo contrario sólo porque todos los muertos son buenos. Ese cruce entre voz de Betty Boop y actriz porno de los años 70, su manera de mesarse los cabellos, de gritar como una posesa y de llorar como si le hubieran pisado una teta entre dos ladrillos refractarios, me es insoportable. Y sí: estoy claro de que así se actuaba entonces, que dos de las actrices más mentadas del Hollywood dorado, Katherine Hepburn y Bette Davis, eran un par de truqueras que siempre hacían lo mismo.
Pero el detalles es que ese "lo mismo", en ellas, era simplemente glorioso.
En Liz no alcanzó esas cotas. Cuanto más, me recuerda una historia de la televisión cubana de mi infancia, que involucra a una respetada soprano -María Remolá- y varias jóvenes estrellas pop. Cuentan que las muchachas rodearon a la consagrada soprano para saber cuál era el registro vocal de cada una. María, amable, sentenció: tú eres mezzo. Y tú: contralto. Y aquella: soprano. Así, hasta que sólo quedó una. “¡¿Y yo, María, yo qué soy?!”
Cuentan que la diva la tomó gentilmente por la barbilla: “tú, mi amor, eres muy bonita.   


martes, 15 de marzo de 2011

LAS TRES CARAS DE EVA


Fotografía mía sobre la portada del libro Fuera de foco, de Eva Ekvall, con retrato de Roberto Mata.

La primera vez que vi a Eva Ekvall, me recordó a Barney, el dinosaurio rosa o fucsia o morado del programa infantil. Y no porque fuera grande como él, ni igual de culona: es que ambos son inclinados. No encorvados, que es consecuencia de una pereza corporal; los inclinados mantienen la espalda recta, y el gesto tiene un algo de amabilidad o tal vez de culpa por sobrepasar la media. O ganas de mimetizarse entre los definitivamente más bajos.
De cualquier manera, era imposible no notarla, incluso sentada. Sus ojos almendrados, que se me antojan sefardíes, eran notables incluso en un país como éste, donde la concentración de belleza por metro cuadrado es escandalosamente pródiga. A su vera, un hombre -no sé si ya era su esposo o aún su novio- con quien comparto amigos. De hecho, estábamos en el bautizo de un libro de uno de ellos. No era la estampa habitual del venezolano que exhibe lo que se levantó: hay una gestual fatua y nuevorriquista en quienes van con dos metros de hembra insuperable a su lado, exhibiéndola como prueba viviente de lo que su virilidad, su chequera y/o su escala social pueden agenciarle. Este hombre, en cambio, abrazaba el espacio alrededor de ella con la delicadeza que sólo un tipo enamorado hasta los tuétanos consigue, por más que las feministas y los autores de monólogos se ensañen en negarle a mi género esa capacidad.
Cada dos por tres, alguien se acercaba a pedirle una foto o un autógrafo a la mujer, y él se apartaba, amable, para que el/la solicitante cumpliera su deseo. Y luego retomaba la conversación, incluso la caricia, donde la habían dejado. ¿Viste qué bella Eva Ekvall?, dijo una a mi lado. Y otra acotó: se ve mejor ahorita que cuando fue miss.
Se trataba de una miss, entonces. (1) Y aunque no conocía su cara, sí recordaba el nombre, pues lo asocié con el de Anita Ekberg, la rubia que en el film La Dolce Vita sedujo y redujo a Marcelo Mastroianni, de tan suecamente bella que era. Eva -lo supe luego- tiene ancestros de por allá, menos talla de sostén y más altura. La Ekberg -recién descubro- fue Miss Suecia en 1951 y fue también a por la corona universal. O sea: de suecas y misses universalistas iba la asociación, muy lícita.
Volví a verla -a Eva, no a Anita-  tiempo después, en la portada de una revista nacional con ínfulas de Vanity Fair, con el mismo hombre, ahora su esposo, y una hermosa niña: el clásico retrato de armonía dominical que tanto conmueve a las doñitas. Pero algo no andaba bien: Eva llevaba turbante, su cara era más redonda y las almendras de sus ojos miraban distinto. ¿Qué pasa con ella?, le pregunté a la señora del quiosco, decidido a no respaldar ese derroche de papel y errores de sintaxis que son las revistas “de sociedad” de este maltrecho país. Tiene cáncer, la pobre, dijo la señora. Y más allá de la compasión, me desconcertó el descaro con que ese bisílabo ataca sin respetar edades ni prosapias, mientras tanto degenerado anda por ahí, sin siquiera el castigo de un catarrito.
Además, estábamos hablando de una miss. Y en este país, las misses son, a las mujeres, lo que los unicornios al resto de los équidos: el extremo mitológico. Hasta yo, que me considero impermeable al evento y sus relatos, no dejo de asombrarme cuando me señalan alguna reina de belleza: son perfectas y eternas, como si la corona de fantasía fina les concediera el privilegio de ir por el pasillo VIP de la vida, sin padecer lo que el resto de los mortales.
Tal vez por eso Eva Ekvall estaba en esa portada: para desmoronar la última de nuestras certezas.
Las misses no orinan arcoiris.
Quienes vivimos en la vecindad de sus afectos, seguimos con pudorosa solidaridad el proceso. No creo que un tumor sea castigo por no haber comido suficiente brócoli o almacenar resabios con la familia; pero tampoco lo veo como una Bendición del Universo que redimensiona las mañanas soleadas y la sonrisa de los niños. Todo eso se puede apreciar sin necesidad de pasar por una quimio devastadora. Tampoco soy útil, espiritualmente hablando, en tales emergencias. Nací en un país sin Dios, y soy pudoroso con el uso de la terminología religiosa, aunque más de una vez se me haya malinterpretado al no persignarme en una iglesia, no entender las intríngulis del Sabbath o no postrarme ante un altar de santería. Creo en las liturgias cuando son, como las cosas, del alma. De otra manera, me parecen burlas a los practicantes. Como también creo ofensivo aconsejar fuerza a quien ya está batallando con cada célula de su cuerpo contra una invasión indeseada. A los enfermos, el mundo se les detuvo en un limbo sin capítulo final predecible, y uno no es quién para asomarse a esa ordalía con una frase estúpida por toda arma.
Yo no estaba en el cuerpo de Eva para entender sus desalientos. Y cuando no se está, es mejor callarse.
Sin embargo, ya no me recordaba a Barney con su pudorosa inclinación mimética. Ahora estaba erguida. Con sus dolores, sí. Con el cuerpo y la cara cambiantes por los vaivenes del tratamiento: claro. Pero ahí, un tótem en medio de esta ciudad indolente hasta con sus miserias más obvias.  Y un fotógrafo –un excelente fotógrafo- tenía el permiso para documentar cada pequeña victoria o cada indeseable revés en su personal campaña admirable: un acto arriesgado porque nadie sabía (deseos no preñan, decimos aquí) el desenlace.
Y el desenlace es un hermoso libro titulado Fuera de foco, que no lo es porque la autora –lo escribió ella realmente, lo fotografió Roberto Mata y lo completaron sus amigos, sus tweets y sus partes de guerra vía correo electrónico- nos pasee por praderas postproducidas donde pasta Dios con los colores de los Teletubbies, bañándonos de energías positivas. O por la certeza, revelada tras enjundiosas meditaciones, de que casi morir es necesario para entender la vida. Afortunadamente para el lector –y digo “afortunadamente” porque las obras artísticas van más allá de "lo que debe mostrarse"- todos ahí están con el alma en la punta de la sombrilla que intenta darle equilibrio a una mujer que camina sobre un abismo cuyo fondo desconoce. Están aupándola, pero al final del día es ella sola contra Eso, en un pulso que logra ganar sin tenerse lástima ni darnos moralejas, en tiempos en que todos nos creemos Profetas de Algo sólo por evitarnos el fastidio de leer a los Profetas de Siempre.
Si algo se puede salvar de una pesadilla que nadie merece –nadie bueno, quiero decir: que los hay que merecen eso y más, y no tengo prurito en deseárselo- es que Eva Ekvall es una formidable prosista. Y que nos debe un montón de cuentos sobre La Vida.
Esa es su tercera y más luminosa cara. Aunque, de regreso a la normalidad, veo que empieza a inclinarse de nuevo como Barney.
No hay por qué. Esa cabeza merece estar bien erguida.
Los definitivamente más bajos que tú, veremos cómo nos las apañamos.
________________________________________________________________________
NOTA: (1) Miss Venezuela 2000. Tercera finalista Miss Universo 2001