sábado, 6 de octubre de 2012

EL TURNO DEL OFENDIDO

 Ahora es la hora de mi turno
el turno del ofendido por años silencioso
a pesar de los gritos
ROQUE DALTON (1935-1975)

Quiero que no me abandones, amor mío
Al alba.
LUIS EDUARDO AUTE
 
Cuando llegué a Venezuela pasé mis primeros meses, quizás mis primeros años, sin poder decir en voz alta el nombre de aquel por quien me había ido de Cuba. Mis amigos se reían y hacían chistes sobre la cobardía de mi gentilicio. Aseguraban que jamás algo así sucedería en esta tierra de gente arrecha a la que no le gusta que le hablen golpeao. 
Creo que tras 14 años con Hugo Chávez podemos por fin hablar de igual a igual.  Ya conocen la omnipresencia del miedo en cada instancia de la vida que me hacía mirar a todas partes antes de abrir la boca. Les corre por la sangre la certeza de estar cometiendo un delito que en algún momento tipificarán y los condenará. Saben, como yo sé, lo que es bajar la cabeza, aceptar las condiciones de El Poder, firmar papeles que odiamos y corear consignas que nos asquean; despachar a los castigados con un “algo habrá hecho”, esa indigna frase que se ha dicho en todos los idiomas y todos los tiempos, siempre con el mismo significado de alivio porque esta vez el verdugo tocó a otros y no a uno.
No me canso de decir que la relación con El Poder es una delicada danza donde cada paso es vital. Su ritmo se establece desde que le regalas un caramelo a una recepcionista para que te adelante un trámite. Cuando cruzas la calle a la carrera para que los carros no te atropellen. Si legitimas los términos del agresor repitiendo como chiste que eres gusano, escoria, majunche, escuálido. Cuando no entiendes que el presidente de tu nación es un servidor público, alguien empleado por ti para que ejerza por un lapso establecido en las leyes, y no el capataz de tu vida.
Me gusta decirle “alcalde” a quien es alcalde. No Juanito ni Pepe. Pero jamás será “mi alcalde”. Muchísimo menos, desde mi estatura y mi dignidad de civil, aceptaré llamarle “mi comandante” a alguien que no me comanda porque no soy soldado.
La sumisión a El Poder llega sin anunciarse. Un poco hoy, y luego más, hasta que se nos olvida que alguna vez tuvimos albedrío. Las pocas libertades que conozco, me las regaló Venezuela, aquel pueblo arrecho que no aceptaba que le hablaran golpeao, y que a la vuelta de 14 años permite hasta que le icen la bandera de otro país en sus astas.
Mañana voy a votar. Será la tercera vez en mi vida. Y la primera que lo hago con alegría y no sólo por obligación. Voto con la miedosa valentía que me enseñaron en mi tierra, temblando de ternura y de pavor. Es muy doloroso dejarlo todo atrás para seguir callado por el mundo. Encabrona vivir chantajeado más allá de tus fronteras y de tu vida sólo por llegar a Rancho Boyeros y que no te detengan. Voto por la gente que quiero, que son más de lo que yo mismo imaginaba. Voto, incluso por los que, inexplicablemente, aún creen que este gobierno tiene alguna reserva moral. Voto porque he tenido tiempo de desglosarlos: sé quiénes de ellos serán las futuras víctimas de un sistema que sobrevive gracias a la constante búsqueda de enemigos que le permiten dar otra vuelta de tuerca. Sé quienes, para salvarse, mirarán hacia otro lado. Y, sobre todo, estoy seguro de quiénes van a ser los futuros victimarios. Tuve demasiados en mi vida para no reconocer una mirada de odio agazapada.
Una mujer muy destemplada me gritó en Cuba que yo “tenía” que ser chavista porque era él quien los mantenía. El embajador venezolano en La Habana, confesó que votar por Chávez es votar por Fidel. Ambos tienen razón.
Pero el caso es que mañana soy yo el que vota en Venezuela, porque vivo en Venezuela. Y soy venezolano. Como Rosa Parks, quizás no sea revolucionario, pero estoy muy cansado. Y sobre todo, en algún momento entre 1992 y hoy, llegué a la conclusión de que estoy hasta los cojones de que me hablen golpeao. 

miércoles, 8 de agosto de 2012

RETRATO CON TIO SIMÓN

 

La primera vez que supe de Simón Díaz me estaban obligando a quererlo.

Eran los años ochenta, y había aterrizado en La Habana, por razones que no me interesa averiguar, la periodista venezolana Isa Dobles a hacer lo que hoy tanto nos molesta de Sean Penn. Y diría que más, porque Penn no tiene programas en la televisión para explicarles a los venezolanos cuán tontos son si no besan la tierra por donde camina su líder, ni “entrevista” próceres, desde Simón Bolívar a José Martí, que confirmen a través de actores caracterizados, que el presente que vivimos es el corolario natural de sus prédicas.

Entre necrofilias y reportajes a algún portento de la Revolución que yo -ya un profesional de la televisión, pero con huecos en las suelas de mis dos únicos pares de zapatos- no había aprendido a amar como debía, Isa Dobles colocaba videos musicales venezolanos. Ahí conocí y agradecí los primeros clips de Ricardo Montaner, Franco de Vita, y aquel Manantial de Corazón de Yordano que dirigió Henrique Lazo, donde las pobres víctimas del capitalismo atroz podían hasta bailar bajo la lluvia sin emparamarse los pies como yo, usufructuario del paraíso socialista.  Y ahí también vi y escuché por primera vez a Simón Díaz.

El encuentro tenía todo en contra. Para empezar: el vehículo. La señora Dobles -hoy ferviente opositora, respetada por sus colegas y de cuya integridad no dudo- era muy poco querida en Cuba. Por decir lo menos. A nadie le gusta que venga otro a aleccionarte sin ponerse en tu lugar. Para seguir: los suyos no eran videoclips sino meros registros de imagen y audio del artista, con cero inversión de producción, versus las coreografías y el charm abrumadoramente urbano del material de Sonográfica y Rodven.

Y para terminar: porque la música campesina siempre me fue muy cuesta arriba. Soy de esos pocos que no tienen absolutamente ningún ancestro bucólico, ni un abuelo con el taburete recostado a la pared mirando el atardecer ni una nana que me durmiera cantando los prolegómenos del ganado bovino. Mi único contacto con el campo era a través de un infame programa de televisión que el canal 6 trasmitía los domingos a las 7 de la noche, y que se llamaba Palmas y Cañas, donde glorias de la música campesina cubana intentaban hacer lo suyo bajo una avalancha de propaganda política, en un estudio deplorable y vistiendo aún las guayaberas que compraron antes de 1959.  Odiaba el punto guajiro cuando escuché la música llanera, y el desprecio se trasladó naturalmente del uno a la otra.

Pero como al que no quiere caldo le dan tres tazas, terminé en esta ribera del Arauca.

Debo decir que me hice venezolano con Simón Díaz. Con él entendí cómo se codifica aquí la palabra cariño. Mis amores en esta tierra han sido garzas moras dando combate. Mis amigos tienen la picardía del mirón que prolonga un segundo más la radiante visión de Mercedes bañándose a las orillas del río. La familia que elegí son arroyitos todos que no han cesado de traerme flores por el amanecer.  Aquí se olvida quitándole dulzor a los cerezos, se quedan contigo aunque se vayan muy lejos y debajo de cada pesar corren las penas del alma. Simón es una plaza donde terminamos por encontrarnos todos, los catires y los morenos, los orientales y los andinos, los de arriba, los del medio y los de abajo. En estos tiempos de odio nadie como él acaricia el lomo hirsuto del país, convocándonos desde el lado bueno de esta irrenunciable sabana salpicada de concreto.

Y es mera anécdota que varias de las voces más importantes del mundo lo tengan en su repertorio, que haya recibido un Grammy, que el diletante Almodóvar o la sabia Pina Bausch musicalicen sus historias con él, ni que el actual gobierno, que por años lo ignoró por no ser uno de los suyos, haya suspendido un instante su soberbia para otorgarle el Premio Nacional de Música. Simón es importante así no lo haya conocido nadie nunca, simplemente porque se parece al país que describe mucho más de lo que los propios venezolanos son –somos- capaces de admitir.

Por eso me enamoró, por eso hoy soy otro de sus sobrinos. 

Con Simón Díaz, en el patio de su casa. 2002

lunes, 16 de julio de 2012

EL RECUERDO DE CELIA, REVISITADO



Pocos días después de su muerte, el 16 de julio de 2003, compartí plana en el diario EL NACIONAL con el cubano Leonardo Padura y el venezolano Ibsen Martínez. Fueron tres semblanzas, desde diferentes sitios y momentos, de la misma mujer: Celia Cruz. Este fue mi testimonio. 

LA VIDA ES UN CARNAVAL

Yo no conocí a Celia Cruz hasta que tuve 34 años. Sabía, eso sí, que existía. En mi casa había un disco de 78 rpm, de los que tenían una canción por cada lado, y en una de ellas Celia cantaba algo que a mis oídos infantiles sonaba como Yembe laroko. Y esa crueldad que sólo los niños disfrutan sin culpa lo transformó en Ñengue está loco. Ñengue era, como lo proclamaba mi versión y perversión, el loco de la cuadra, un pobre diablo que erraba por La Habana de mi infancia, perdido entre babas y torturado por los mataperros hasta que lo encerraron en Mazorra y le secaron los sesos a golpes de corriente alterna.

Pero no sólo Ñengue se enfurecía al escuchar el estribillo latiguillo. También otros, tal vez sin babas, pero igual de perdidos, habían convertido a Celia, una mujer cuyo único delito era cantar como un ángel contralto, en motivo de calenturas.

Celia se les había escapado entre las patas y ahora –o entonces- erraba por el mundo buscando casa y alivio. Disfrutaban, quizás, en su demencia política y apocalíptica, el perverso placer de saberla extrañando, de creerla perdida. Pero lo que nunca imaginaron sus verdugos, los que la escamotearon del paisaje sonoro de dos generaciones de cubanos en la isla es que, buscando el país que le negaban, Celia Cruz se hizo Cuba. Y nos enseñó a hacernos cubas, porque el país, la patria o comoquiera que se le llame según el grado de cursilería patriótica que uno lleve en sangre, va con uno no importa dónde.

Si alguna vez pensaron que Cuba sería una sola; la de ellos donde sólo ellos tendrían cabida, se equivocaron tanto que hasta da pena ajena: lo único que lograron fue crear tantas cubas como cubanos somos. Y entre las tantas cubas donde cada cual da cobijo a sus afectos, a sus muertos y a sus porvenires, la Cuba de Celia Cruz fue la más hermosa. Una Cuba que cantaba en sus pelucas insólitas, que reía tanto que uno podía tocarla y regresar montado en ella al patio de la casa, que es particular, que llueve y se moja como sólo el patio de uno, con la madre de uno en todas partes,  sabe hacerlo.

Tengo tanto que agradecerle a Celia que mejor ni le agradezco, porque eso significa que se acabó lo que se daba, que olvídate del tango y que agárrate de la brocha, que me llevo la escalera. Pensar que ya no va a estar en algún lado, siendo Cuba, es quedarme solo en este viaje. Y ese es un lujo que no puedo darme.

Casualidades de la muerte: también se nos va Compay Segundo, un negrazo magnífico que languideció por décadas hasta que un gringo con resabios hawaianos lo reveló al mundo. En La Habana estarán llorando al Compay; en Miami a Celia. Millones de cubanos en la isla han tenido hoy un día normal, sin sobresaltos. A qué enfermo mundo nos han traído.

Por mi parte, acabo de inscribir tres nuevos ciudadanos en mi cuba personal, y eso me alegra. Celia canta y el Compay le hace esa segunda impredecible que sólo a él fue revelada. Ñengue baila con el cerebro seco de tanto electroshock que le dieron en Mazorra. Los loqueros lo persiguen y se les desvanece. Ñengue por fin es libre de babear en esta fiesta que poco a poco va remando mi cuba personal hacia un caribe enorme donde algún día cabrán todas nuestras islas.

Y en la proa baracoa, va Celia vestida de Cuba. Vestida de Celia, bailante, rampante, campante.

Esa es su moraleja: no hay que llorar. Que la vida es un carnaval.

Y las penas se van cantando. 

lunes, 28 de mayo de 2012

UNA TELEVISORA QUE SE LLAMABA RADIO


Minutos finales de RCTV al aire
Hace 5 años apagaron la señal de Radio Caracas Televisión (RCTV), uno de los dos más importantes canales de Venezuela. El gobierno disfrazó el ejecútese como una decisión técnica: el fin de la concesión radioeléctrica. Pero el actor Sean Penn, mejor dateado por pertenecer al entourage del que manda en Miraflores, aseguró en el show de David Letterman que desde allí se incitaba diariamente al magnicidio.

Más allá de ser hora de que el señor Penn se responsabilice por sus acusaciones -y en caso de no presentar pruebas, sea llevado a tribunales por difamación- el final de Radio Caracas como señal abierta -y el posterior acoso a que fue sometido hasta que no tuvo otra opción que rendirse- sigue siendo una llaga supurante en las manos del país.

RCTV supo vender una imagen de modesta empresa familiar atendida por sus dueños. Criolla, honrada, progresista, y resteada con los intereses nacionales, en nada sutil comparación con Venevisión, su poderoso y transnacional rival: “el canal de los cubanos” como me lo definieron con desprecio cuando aterricé en Caracas en 1992.  A RCTV la fundó un norteamericano, y en 54 años de vida pública, su desempeño no fue ni mejor ni peor que el de cualquier negocio que funcione al amparo del capitalismo tercermundista. Producía en moneda devaluada, vendía en sólidos dólares, invertía sólo en lo imprescindible y sacaba de sus contratados lo más que se permite, pagando lo menos tolerable y escamoteando, como todos, los royalties. Pero regalándote un jamón planchado en diciembre.

Su muerte, trasmitida en directo el 27 de mayo de 2007, y los minutos de nervioso silencio que mediaron hasta el nacimiento de Tves, el canal “social y educativo” que el gobierno metió atropelladamente en su frecuencia, no tenía móviles vindicatorios. Fue el desenlace de un largo pulso entre el militar de Miraflores y Marcel Granier, presidente y hábil empresario que nunca ocultó sus ambiciones políticas, y de cuya mano RCTV se convirtió en un poder temido, capaz de hacer leña de cualquier nombre que le fuera adverso. Se dice que una telenovela suya fue responsable de la caída del presidente Carlos Andrés Pérez. Ni tan calvo, pero como otros medios y personalidades de esa izquierda generosamente subvencionada por la democracia, hizo tan efectiva labor de zapa a favor de la antipolítica, que cuando el golpista barinés entró a escena, Venezuela creyó ver al Mesías. 

Yo trabajé en esa televisora que se llamaba Radio, y en ella conocí a muchos de los profesionales que más respeto. Era una empresa de andar por casa, sin protocolos, metida en unos pocos edificios interconectados por pasillos insólitos, donde todos terminábamos por hacernos amigos. Su línea editorial inquieta atrajo a la inteligentzia y parió algunos de los mejores programas de nuestra historia, aunque sus más sonados éxitos mundiales -Topacio, Cristal y Cassandra, por citar algunos- hayan sido remakes de historias que la cubana Delia Fiallo había escrito antes para el odiado canal de la competencia.   

Cinco años después, el país es lo mismo, pero peor. El indetenible mandón que ganó aquella vez la partida, es hoy un asustadizo mortal entregado a las falacias de la magia negra y el tinte de cabello, clamando por el milagro de un extrainning. Cientos de compañeros quedaron desempleados y aún intentan reconstruir sus vidas, mientras Granier sigue siendo el mismo caballero de vestir impecable, bigote de manubrio y hablar pausado. La saturación del mercado bajó las expectativas económicas de quienes tenemos la suerte de aún hacer nuestro oficio. El último vocero de su línea editorial, el periodista Miguel Angel Rodríguez, es hoy diputado opositor, y aún pretende vendernos como virtud teologal su grosera prepotencia. Florecieron el teatro comercial y los talleres de actuación. Muchos talentos emigraron, otros se internacionalizaron, que no es lo mismo, aunque lo parezca.

En la señal del 2 languidece Tves, aquel “canal social” con que el gobierno pretendió justificar su abuso. Es tan írrito, que ni las constantes acusaciones de corrupción entre sus capitostes logran llamar la atención. No envidio la suerte de quienes se echaron al hombro el lastre histórico de celebrar aquel parto sobre las carnes chamuscadas de sus colegas. Muchos eran ex empleados, despedidos como yo lo fui en mi momento: como muchísimos otros en una empresa con 54 años de existencia. El hambre tiene cara de perro, si lo sabré. Pero cuando caminas por la cuerda floja del resentimiento debes saber que otros resentidos con más equilibrio te van a tumbar. Hoy están tan quebrados, financiera y moralmente, como los miles que condenaron entre risas y música llanera aquella madrugada que no hacía falta.

La pátina de la nostalgia se ha posado sobre la televisora que se llamaba Radio. Su ética impoluta la convierte en el correlato audiovisual de Fe y Alegría u Hogares Bambi. Sus producciones: sin duda lo mejor de nuestra historia. Y el señor Granier: un cruce entre San Jorge y aquel niño holandés que salvó a su país tapando una filtración en el dique con su dedito. La fantasía es una gitana que hay que mantener a raya. Y uno de los retos de Venezuela es asumir de una buena vez que este lodo en que chapoteamos viene de aquellos polvos. Que una nación es una responsabilidad compartida, y que nuestras élites intelectuales –entre las que, por supuesto, se inscribe el canal de Granier- destejieron festinadamente la moral de la República, hasta que cayó en las manos de un militar sin otro norte que la venganza; mientras las fuerzas políticas fueron –y aun pretenden ser- tan miserables que no le dejaron opción a la democracia como sistema. Y que millones de ciudadanos de a pie –tú, nosotros- nos hemos condenado sistemáticamente con el voto o el silencio.  

Cinco años no alcanzan para poner en perspectiva un momento tan lacerante para nuestro paisaje afectivo como lo es el cierre de RCTV, lo sé. Fundamental es no olvidar, pero debemos atajar cualquier intento de elevar a los altares una empresa con las mismas virtudes y mezquindades que las demás, cuya directiva hizo una apuesta, y la perdió. No fue el cerco de Numancia para la Democracia, pero tampoco la toma del Palacio de Invierno para la Revolución. No hubo villanos ni héroes en esa escaramuza: apenas vencedores y vencidos. 

Pero el juego termina cuando termina. No pierdo la esperanza de volver a ver RCTV en un país que se parezca a lo que mereceríamos si fuéramos responsables. Lo digo por toda la gente maravillosa que allí conocí y quiero. Porque nadie es quién para ordenarle el gusto al ciudadano. Por la pluralidad y los espacios donde mis compañeros crezcan y repartan el don bendito de la imaginación. No el RCTV del “quinto piso” de Presidencia, sino el de los estudios mal insonorizados, el cafetín del sótano, el fantasma de la mujer que deambulaba por los pasillos; el de Cionora, Doris, Indira, Jenny, Lucy, Simona y tantos otros nombres que arropan mi vida en este país.

Pero de la misma manera, celebraré que su gerencia retome el mando practicando por primera vez esa decencia en cuyo nombre dijo inmolarse.  

miércoles, 2 de mayo de 2012

Sin Lulú


Lourdes Valera, actriz.


Reseñar muertes no es asunto de blogs. Celebrar vidas, quizás. Recordarlas con el profundo encabronamiento que deja la ausencia, no sé en qué categoría cabe.

Leí por algún lado que hay un momento en que la vida deja de darte y comienza a quitarte. Los que nos hemos ido de nuestros mundos, aprendimos eso a destiempo, por eso nos diseñamos paisajes caprichosos, con más ganas que nostalgias, y más esperanzas que resabios, y en ese decorado intentamos seguir viviendo.

Por eso duele el doble cuando a ese paisaje comienzan a faltarle árboles.  Y un día te llega la noticia de que ya no sale más el sol por casa de Lichi, y luego que  Lulú se marchitó. Ninguna de esas noticias era inesperada, pero eso no las hace menos hirientes.

Hay dolores que son demasiado personales para hacerlos comprensibles. Sólo entiéndase que el paisaje se sigue achicando, hasta que no quede más que un trocito donde vivir en puntillas.  

lunes, 26 de marzo de 2012

LA MUJER DEL PUERTO

"La mujer del puerto" México, 1934


Cuentan que, en los años 70, Santiago de Cuba salió a recibir al presidente de Tanzania, Julius Nyerere, con una conga

Nyerere, Nyerere
Venimo’ a recibirte
Sin saber quién ere

La anécdota es tan falsa como típica y tópica. Ni en Santiago se van de conga por quítame esta pajita, ni en Cuba hay gente capaz de mofarse públicamente de un invitado del monarca. Pero es un retrato insuperable de la hipócrita euforia que barniza los recibimientos oficiales.

Este último medio siglo cubano es un cambalache de pasiones y despechos, según amen u odien los dueños de la isla. Ellos ordenan a quien debes ovacionar, y así harás hasta que te digan lo contrario. Y el país, como Andrea Palma en aquella vieja y memorable película mexicana, La mujer del puerto, baja a los muelles una y otra vez, buscando noticias del hermano perdido, deshojando la ilusión de que, ahora sí, vaya a conseguir “un chino que me ponga un cuarto”: un marido que nos mantenga, incapaces como somos de ser país en solitario. A cambio le menearemos las curvas de nuestra miseria y bailaremos al ritmo y en el idioma que nos lo pida, como esas orquestas de boda con repertorio étnico según el contratante.
Cartel publicitario del dibujante Conrado Massaguer (1889-1965)
Lichy Diego, uno de los cubanos más nobles y hermosos que la vida puso en mi camino, incluyó en su libro Informe contra mí mismo un listado de los presidentes, gobernantes de facto, milicos y secretarios generales de partidos comunistas que, en cincuenta años, nos obligaron a recibir con banderas en los balcones. Todos se llevaron en el pecho la Orden José Martí en su primer grado, y a ninguno le fue retirada ni cuando sacaron a la luz su costillar genocida. El alemán Erich Honecker huyó sin dar la cara por las 192 víctimas que dejó su orden de disparar a quien intentara cruzar el Muro que dividía Berlín. Murió en Chile, amparado por el ministro allendista Clodomiro Almeyda, y carcomido por un cáncer. El general polaco Wojciech Jaruzelsky, que se jactaba de sus ancestros nobles y sus lentes de marca, rindió los tanques a Lech Walesa, y pagó ocho años de cárcel por crímenes políticos. Tuvo mejor suerte que Nicolae Ceausescu, quien terminó abaleado en un patio junto a su esposa Elena, tras dos horas de juicio sumarísimo trasmitido en cadena nacional, como en sus tiempos de gloria. El húngaro Janos Kadar tuvo revelaciones místicas en la cárcel, y murió en olor a mirra; mientras que Theodor Jhikov falleció poco después del fin del socialismo en Bulgaria, ignorado y aborrecido, al igual que el checo Gustav HusakQué peor epílogo para quienes tuvieron en sus manos la vida de millones.

Agitando banderitas recibimos también al angolano Agostinho Neto, por cuya permanencia en el poder mi país puso una cantidad de muertos que quizás nunca se sepa, en una guerra civil donde el bando enemigo estaba financiado por Estados Unidos y China. Sí, la misma China que hoy admiran, con los mismos sempiternos jefes militares que ordenaron la muerte de nuestros muchachos.  Y también le regalaron vidas cubanas (¿o se las alquilaron?) al etíope Mengistu Haile Mariam, de quien se cuenta que escondía bajo su trono los huesos de Haile Selassie, el emperador que derrocó, y quien a su vez fue derrocado y hoy disfruta su exilio en Zimbabue, con las concubinas y los millones que logró llevarse, protegé de otro genocida aplaudido en la Avenida de Rancho Boyeros: Robert Mugabe

Y no sólo nos han hecho amar a sus jefes, también a cuanto extranjero ha llegado, arrastrado por el vendaval sin rumbo de los intereses políticos.  Les dimos nuestra azúcar a los heroicos vietnamitas, y ellos hoy fabrican iPads para el primer mundo. Acogimos a los refugiados chilenos, divididos en castas que ni intentaban disimular. De un lado, la élite blanca, intelectual, políglota, a quienes el gobierno puso a vivir en los mejores lugares, y no duraron mucho: prefirieron irse a sufrir a Suecia. Y del otro, los humildes obreros, sindicalistas del cobre: los rotos de rasgos indígenas y bastos modales, a quienes apilaron sin derecho a réplica en el Hotel Presidente, luego conocido como El Palacio de la Moneda, por el estado en que lo dejaron. Todos se regresaron a su país apenas retornó la democracia.

Hotel Presidente. La Habana.
Cualquier cubano de mi generación escuchó a los originales Tupamaros argentinos narrar entre carcajadas la mejor manera de dar un tiro de gracia; celebró con etarras los muertos civiles de su más reciente atentado; se sentó a la mesa o se metió a la cama con colombianos de las FARC, del ELN, guerrilleros guatemaltecos y comandantes salvadoreños que terminaron matándose unos a otros por el poco poder que llegaron a tener. Lloramos con la sádica y gratuita escena de un soldado agonizando en tiempo real, en el documental El Salvador: el pueblo vencerá, con los huelguistas irlandeses, con la deliberadamente mentirosa biografía de Rigoberta Menchú y, en general, con cuanto drama político sucediera más allá de nuestras fronteras. A falta de telenovela, ellos hacían parecer menos sórdidas nuestras vidas de comparsa.  

Tan comparsa éramos, que cualquier advenedizo valía más que nosotros, y lo aceptábamos como un dogma. O lo aprovechábamos. Yo, como todos mis amigos de Miramar y El Vedado, me hacía pasar por europeo para nadar en la piscina del Hotel Sierra Maestra, reservada a los “técnicos extranjeros”. Preferíamos parecer koljosianos uzbekos, traductores polacos con olor a ajo o asesoras húngaras de sobaco peludo: al final había una piscina enorme y limpia esperando, y sandwiches con jamón y queso en la cafetería. Los técnicos extranjeros eran tan míseros como nosotros, pero al menos compraban en tiendas especiales. Hasta la caída del muro de Berlín, inundaron el mercado negro con aceite rancio y caviar de beluga sin fecha de vencimiento a la vista.

Hemos tenido de todo en la viña de Esteniño, y estamos curados de espanto. Nuestras escuelas siguen graduando jóvenes que apenas regresan a sus países, se acogen a la práctica privada y sus beneficios. Muchos de los otrora revolucionarios son hoy exitosos conservadores. Max Marambio es el más emblemático: de guardaespaldas de Allende a oligarca chileno. Al igual que los hermanos nicaragüenses, que antes de entregar el poder, pusieron a su nombre todo lo que  habían nacionalizado.  Y, last but not least: los asesinos del poeta salvadoreño Roque Dalton, padre de una familia que es también mía.


Roque Dalton tenía 40 años cuando lo mataron
Uno de ellos, Joaquín Villalobos fue a Oxford a trasmutarse en politólogo, y hoy exhibe credenciales de “negociador”, y abomina de las revoluciones en cuya sangre hundió los brazos. El otro, Jorge Meléndez, es asesor del gobierno de Mauricio Funes, amigo del poder cubano. Ninguno de los dos serán juzgados por un crimen que admiten haber cometido y que califican cínicamente como ”un error”, cual si se tratara de derramar café sobre el sofá. La Habana no cree en lágrimas, y la posibilidad de penetrar políticamente otro país, importa más que el reclamo de los hijos porque se haga justicia y les entreguen los huesos del poeta, que ni eso les dejaron.

A muchos se les hace difícil comprender la nula valoración crítica en los amores cubanos. No entienden que no importa quién llegue, mientras traiga o reporte algo. Y eso se decide arriba: abajo sólo queda acatarlo. Son, somos, como los personajes de La Piel, aquella novela de Curzio Malaparte que describe el día a día de un pueblo reducido a la amoralidad por la derrota. De tanto querer inútilmente a esos hermanos esquivos, de tanto darles el culo del corazón, aprendimos a hacerlo como las buenas rameras: sin besar. Y si hay que ir a misa con el Papa, pues se va. Y si hay que salir en procesión por la salud del venezolano manirroto y estridente, pues se sale. Al final, que es lo que importa, algo van a dejarnos.  

Constancias que los trabajadores debían presentar
en sus centros de trabajo, por haber asistido a la misa Papal,
y para que no les descontaran el día.
No encuentro ejemplo que mejor describa los niveles de perversión a que se ha llegado.
(Foto tomada del blog Guamá, hecha en Santiago de Cuba, 26-03-12)

No es cinismo: es instinto de supervivencia. Una supervivencia que, por más dulce que aparente ser,  chorrea rabia y rezuma desprecio. Muy parecida a la de Andrea Palma cuando fumaba bajo aquel farol, en La Mujer del Puerto.

martes, 7 de febrero de 2012

EN JULIO COMO EN ENERO


Cultivo una rosa blanca
en julio como en enero
para el amigo sincero
que me da su mano franca. 

Versos sencillos
José Martí (1853-1895)


Alguna vez los cubanos tendremos que levantarle una estatua a Julio Iglesias.

Lo harán, claro, nuestros descendientes. O los descendientes de ellos (viendo que aún quedan varios Castros en cola para heredar el mango de la sartén patria) tras despejar cuál fue el saldo de la larguísima presencia de los hijos de Lina Ruz en esa isla pretenciosa. E incluso cuando estén pasando en limpio los dolores y separando los deberes de los haberes, el nombre de Julio Iglesias asomará.

¿Pero qué hizo este Julio, que merezca una estatua?, preguntará el profano. Y no encuentro entrada en Wikipedia que supere esta declaración de principios:

Yo canto a la vida
A la gente
Yo canto al amor.
A un río que nace
A un niño
Yo canto a la flor.
Yo canto a esas gentes
Que luchan por una ilusión.
Yo canto al recuerdo
De un tiempo que ya no volvió.

¿Que qué hizo Julio Iglesias? Cantar. Y al hacerlo, sin querer acarició el alma dividida de una isla ultramar llamada Cuba. Y le devolvió a su pueblo, por un breve y agradecido lapso, la capacidad de suspiro.

No es poca cosa.


Los años sesenta fueron el ensayo de lo que vendría después. El que una vez aclamaran como gendarme necesario, Fulgencio Batista, había huido, desmoralizado, y el país recibía entre salvas a los nuevos gendarmes, que además se les antojaban hermosos. Embelesados, los cubanos complacieron todos los caprichos de esos machos que venían a meterlos en cintura, como debe ser en este continente homoerotizado. “Se acabó la diversión, llegó el Comandante y mandó a parar”, cantaba en todas partes Carlos Puebla, pionero en el arte de la oportunidad. Y el Comandante, sabiéndose amado, comenzó a tensar la cuerda para ver hasta dónde podía llevar a la isla encandilada.  Nos hizo renunciar a todo, empezando por nuestro entorno afectivo. Nos amputó los vecinos, los amigos, la familia, los amores; hasta los nombres y los lugares donde la Nación se reconocía, se saludaba y celebraba. Ordenó rehacer la Historia y editar sus incidentes. Decidió que moriríamos incinerados en la hoguera atómica, y el país lo aceptó entre orgulloso y aterrado. Y en la Plaza Cívica, rebautizada por él De La Revolución, sus discursos cada vez fingían menos promesas de enamorado y sinceraban más el tono retador del marido violento.

Se acabó la diversión: había llegado el Comandante y mandado a parar.

Pero hasta el alma más presta para la inmolación necesita, mientras tanto, un poquito de algo a cuya sombra sentarse a fantasear. Y las revoluciones no permiten otra ilusión que no sea la que ellas mismas generan. Así, las muchachas de la edad de mi tía Martha, regresaban a casa de los trabajos voluntarios y los entrenamientos militares a confiarles todos sus suspiros a las viejas novelitas de Corín Tellado, pasadas de mano en mano, mientras escuchaban Paul Anka Sings His Big 15, que ellas simplificaron como Los Quince de Polanca: una recopilación de éxitos de un joven baladista canadiense, editada en 1959, el año en que los cubanos comenzaron a conjugarlo todo en pasado.


Las muchachas de mi país amaron a Paul Anka hasta bien entrados los años 70. Y él, hay que reconocerlo, las recompensó elevándose sobre el scratch del exhausto long playing para jurarles una y otra vez que You are my destiny… You're more than life to me…  

No había nada más que anhelar en todo un país a la redonda. Hasta que llegó Julio Iglesias y mandó a parar.


El paso de Julio por la vida del cubano duró apenas cuatro años y cuatro discos. No era el primer español que alcanzaba las radios nacionales después del borrón y cuenta nueva de 1959, pero sí el primero que llegó con película acoplada. La vida sigue igual se llamó: un biopic que recreaba la verídica historia de Julito, aspirante a arquero del Juvenil B del Real Madrid, que en las vísperas de su primera gran oportunidad tiene un accidente automovilístico y queda inválido, sufre como un machito, en el cuerpo y el ánimo, los reveses de la vida y la maldad humana. Y termina cantando en un festival internacional su anagnórisis: 

Unos que nacen, otros morirán.
Unos que ríen, otros llorarán.
Aguas sin cauce, ríos sin mar,
Penas y glorias, guerras y paz.

Siempre hay por qué vivir, por qué luchar.
Siempre hay por quién sufrir y a quién amar.

Al final, las obras quedan, las gentes se van
Otros que vienen, las continuarán:
La vida sigue igual.

Fue la apoteosis. Casi todos los cines del país pasaban La vida sigue igual, por primera vez en tandas completas, para que la gente no se quedara todo el día en la sala. Las colas para verla no menguaban, y tenían que repartir números para evitar los colados. Se hizo moda competir por el récord de asistencias (mi hermana llegó a la docena, y si no hizo más fue porque le suspendieron los fondos). El público decía los diálogos a la par que los actores, esperaba las humoradas de Andrés Pajares con la carcajada lista, y lloraba antes de que el director les diera a los actores el cue de llanto. Cantaban a todo gañote, y con la emoción de la primera vez, todas las canciones. La radio llegó al absurdo de trasmitir el audio de la película para aquellas zonas que no tenían salas de cine. Y gracias a eso muchas adolescentes descubrieron, en la intimidad de sus habitaciones, sus aguas sin cauce, sus ríos sin mar.

Fue un amor sincero, urgido, que no necesitó del merchandising. Los cubanos adoraron a Julio mucho antes de que fuera THE Julio Iglesias, capaz de repartir por el mundo 300 millones de copias de su trabajo y de ganar el record Guinness como el artista que más discos ha vendido en más idiomas.  Y La vida sigue igual, con sus melodías simples y su lágrima fácil, destronó sin esfuerzo al cine nacional, que por entonces producía los mejores títulos de su historia. Julio era moreno, viril y hermoso: una versión mejorada del cubano promedio. Era honorable, estoico y cantaba baladas que arrullaban. Era el yerno que toda madre quería, el novio a que toda muchacha aspiraba y el buen hombre que todo varón soñaba ser.

Era, para horror de los teóricos marxistas, el verdadero Hombre Nuevo. 

Llegó cuando Cuba necesitaba llorar libremente lo aún no llorado, el tiempo que no volvería, los afectos perdidos. Le cantó a la gente que luchaba por la ilusión de que sus hijos -yo, los de mi edad, los por nacer- tuviéramos un mundo mejor que el que ellos habían conocido. Y en un país donde Dios estaba prohibido, Julio tomó el púlpito para decirles, para decirnos, que todo al final sería recompensado.


Poco después, lo vetaron. La razón está clara: distraía. ¿Los motivos? Cualquiera sirve: que si cantó en Viña del Mar después de Allende, que si estuvo en la Casa Blanca, que si “dio declaraciones” contra la Revolución… En un punto del camino, nuestros senderos se bifurcaron, y Julio se perdió de vista para siempre, junto a José Feliciano, Roberto Carlos, Oscar D’León… El gobierno cubano exhibe el lamentable mérito de haber censurado a la música pop, a la inocua música comercial que canta a la vida, a las gentes, al amor.

Mucho se habla de que por años The Beatles estuvieron prohibidos en la isla. Se les rehabilitó políticamente, y no contentos con eso, le erigieron una estatua a John Lennon en un parque del Vedado.  The Beatles fueron, son, un fenómeno de élites. Jamás tuvieron arrase porque de entrada cantaban en inglés. Pero Lennon tiene un sitio en el altar de la demagogia mundial. Quién mejor que él para estar, de bronce presente, en La Habana.

Nadie le va a pedir disculpas a Julio Iglesias, porque Julio Iglesias no le importa al discurso de nadie. Tendremos que esperar. Y cuando el último de los descendientes de Lina Ruz se extinga o se aburra de decidir por un país entero; cuando nos sea devuelto el derecho a ser, y depuremos de nuestro timeline todo lo que nos dividió, alguien encontrará aquellas baladas entre los mejores recuerdos comunes.

Y le harán a Julio una estatua en el Malecón, de frente al mar y a los cubanos que los ven desde las otras orillas, descendientes todos de los que una vez suspiraron con La vida sigue igual.

En esa estatua estarán, estaremos honrando, no sólo a Julio Iglesias: también a nuestro derecho a enamorarnos con palabras sencillas, y a esa negada pero inclaudicable ilusión que él nos regaló con cuatro discos y un melodrama.

Que al final, las obras quedan, las gentes se van.