Cultivo una rosa blanca
en julio como en enero
para el amigo sincero
que me da su mano franca.
Versos sencillos
José Martí (1853-1895)
Alguna vez los cubanos tendremos que levantarle una estatua a Julio Iglesias.
Lo harán, claro, nuestros
descendientes. O los descendientes de ellos (viendo que aún quedan varios
Castros en cola para heredar el mango de la sartén patria) tras despejar cuál
fue el saldo de la larguísima presencia de los hijos de Lina Ruz en esa isla pretenciosa.
E incluso cuando estén pasando en limpio los dolores y separando los deberes de
los haberes, el nombre de Julio Iglesias asomará.
¿Pero qué hizo este Julio, que
merezca una estatua?, preguntará el profano. Y no encuentro entrada en
Wikipedia que supere esta declaración de principios:
Yo canto a la vida
A la gente
Yo canto al amor.
A un río que nace
A un niño
Yo canto a la flor.
Yo canto a esas gentes
Que luchan por una ilusión.
Yo canto al recuerdo
De un tiempo que ya no volvió.
¿Que qué hizo Julio Iglesias? Cantar.
Y al hacerlo, sin querer acarició el alma dividida de una isla ultramar llamada
Cuba. Y le devolvió a su pueblo, por un breve y agradecido lapso, la capacidad
de suspiro.
No es poca cosa.
Los años sesenta fueron el ensayo
de lo que vendría después. El que una vez aclamaran como gendarme necesario, Fulgencio
Batista, había huido, desmoralizado, y el país recibía entre salvas a los
nuevos gendarmes, que además se les antojaban hermosos. Embelesados, los cubanos complacieron todos los
caprichos de esos machos que venían a meterlos en cintura, como debe ser en
este continente homoerotizado. “Se acabó
la diversión, llegó el Comandante y mandó a parar”, cantaba en todas partes
Carlos Puebla, pionero en el arte de la oportunidad. Y el Comandante,
sabiéndose amado, comenzó a tensar la cuerda para ver hasta dónde podía llevar
a la isla encandilada. Nos hizo
renunciar a todo, empezando por nuestro entorno afectivo. Nos amputó los vecinos,
los amigos, la familia, los amores; hasta los nombres y los lugares donde la
Nación se reconocía, se saludaba y celebraba. Ordenó rehacer la Historia y
editar sus incidentes. Decidió que moriríamos incinerados en la hoguera
atómica, y el país lo aceptó entre orgulloso y aterrado. Y en la Plaza Cívica,
rebautizada por él De La Revolución, sus discursos cada vez fingían menos promesas de
enamorado y sinceraban más el tono retador del marido violento.
Se acabó la diversión: había llegado el Comandante y mandado a parar.
Pero hasta el alma más presta para
la inmolación necesita, mientras tanto, un poquito de algo a cuya sombra
sentarse a fantasear. Y las revoluciones no permiten otra ilusión que no sea la que ellas mismas generan. Así, las muchachas de la edad de mi tía Martha, regresaban a
casa de los trabajos voluntarios y los entrenamientos militares a confiarles todos
sus suspiros a las viejas novelitas de Corín Tellado, pasadas de mano en mano, mientras escuchaban Paul Anka Sings His Big 15, que ellas simplificaron
como Los Quince de Polanca: una
recopilación de éxitos de un joven baladista canadiense, editada en 1959, el año
en que los cubanos comenzaron a conjugarlo todo en pasado.
Las muchachas de mi país amaron a
Paul Anka hasta bien entrados los años 70. Y él, hay que reconocerlo, las recompensó elevándose sobre el scratch del exhausto long playing para jurarles una y otra vez que You are my destiny… You're more than life to me…
No había nada más que anhelar en todo un
país a la redonda. Hasta que llegó Julio Iglesias y mandó a parar.
El paso de Julio por la vida del
cubano duró apenas cuatro años y cuatro discos. No era el primer español que
alcanzaba las radios nacionales después del borrón y cuenta nueva de 1959, pero
sí el primero que llegó con película acoplada. La vida sigue igual se llamó: un biopic que recreaba la verídica historia de Julito, aspirante a arquero
del Juvenil B del Real Madrid, que en las vísperas de su primera gran
oportunidad tiene un accidente automovilístico y queda inválido, sufre como un
machito, en el cuerpo y el ánimo, los reveses de la vida y la maldad humana. Y
termina cantando en un festival internacional su anagnórisis:
Unos que nacen, otros morirán.
Unos que ríen, otros llorarán.
Aguas sin cauce, ríos sin mar,
Penas y glorias, guerras y paz.
Siempre hay por qué vivir, por qué luchar.
Siempre hay por quién sufrir y a quién amar.
Al final, las obras quedan, las gentes se van
Otros que vienen, las continuarán:
La vida sigue igual.
Fue la apoteosis. Casi todos los
cines del país pasaban La vida sigue
igual, por primera vez en tandas completas, para que la gente no se quedara
todo el día en la sala. Las colas para verla no menguaban, y tenían que repartir números para evitar los colados. Se hizo moda
competir por el récord de asistencias (mi hermana llegó a la docena, y si no
hizo más fue porque le suspendieron los fondos). El público decía los diálogos
a la par que los actores, esperaba las humoradas de Andrés Pajares con la
carcajada lista, y lloraba antes de que el director les diera a los actores el cue de llanto. Cantaban a todo gañote, y con la emoción de la primera vez, todas las canciones. La
radio llegó al absurdo de trasmitir el audio de la película para aquellas zonas que no tenían salas de cine. Y gracias a eso muchas adolescentes
descubrieron, en la intimidad de sus habitaciones, sus aguas sin cauce, sus ríos sin mar.
Fue un amor sincero, urgido, que no necesitó del merchandising. Los cubanos adoraron a Julio mucho
antes de que fuera THE Julio
Iglesias, capaz de repartir por el mundo 300 millones de copias de su trabajo y de ganar el record Guinness como el artista que más discos
ha vendido en más idiomas. Y La vida sigue igual, con sus melodías simples y su lágrima fácil, destronó sin esfuerzo al cine nacional, que por
entonces producía los mejores títulos de su historia. Julio era moreno, viril y hermoso: una
versión mejorada del cubano promedio. Era honorable, estoico y cantaba baladas
que arrullaban. Era el yerno que toda madre quería, el novio a que toda
muchacha aspiraba y el buen hombre que todo varón soñaba ser.
Era, para horror de los teóricos marxistas, el verdadero Hombre Nuevo.
Llegó cuando Cuba necesitaba llorar libremente lo aún no llorado, el tiempo que no volvería, los afectos perdidos. Le cantó a la gente
que luchaba por la ilusión de que sus hijos -yo, los de mi
edad, los por nacer- tuviéramos un mundo mejor que el que ellos habían conocido. Y en un país donde Dios estaba prohibido, Julio tomó el púlpito para decirles, para decirnos, que todo al final
sería recompensado.
Poco después, lo vetaron. La
razón está clara: distraía. ¿Los
motivos? Cualquiera sirve: que si cantó en Viña del Mar después de Allende, que
si estuvo en la Casa Blanca, que si “dio declaraciones” contra la Revolución… En un punto del camino, nuestros
senderos se bifurcaron, y Julio se perdió de vista para siempre, junto a José
Feliciano, Roberto Carlos, Oscar D’León… El gobierno cubano exhibe el
lamentable mérito de haber censurado a la música pop, a la inocua música
comercial que canta a la vida, a las gentes, al amor.
Mucho se habla de que por años
The Beatles estuvieron prohibidos en la isla. Se les rehabilitó políticamente,
y no contentos con eso, le erigieron una estatua a John Lennon en un parque del
Vedado. The Beatles fueron, son, un
fenómeno de élites. Jamás tuvieron arrase porque de entrada cantaban en
inglés. Pero Lennon tiene un sitio en el altar de la demagogia mundial.
Quién mejor que él para estar, de bronce presente, en La Habana.
Nadie le va a pedir disculpas a
Julio Iglesias, porque Julio Iglesias no le importa al discurso de nadie. Tendremos que esperar. Y cuando el último de los descendientes
de Lina Ruz se extinga o se aburra de decidir por un país entero; cuando nos
sea devuelto el derecho a ser, y depuremos de nuestro timeline todo lo que nos dividió, alguien encontrará aquellas baladas entre los mejores recuerdos comunes.
Y le harán a Julio una estatua en el
Malecón, de frente al mar y a los cubanos que los ven desde las otras orillas,
descendientes todos de los que una vez suspiraron con La vida sigue igual.
En esa estatua estarán,
estaremos honrando, no sólo a Julio Iglesias: también a nuestro derecho a enamorarnos con palabras sencillas, y a
esa negada pero inclaudicable ilusión que él nos regaló con
cuatro discos y un melodrama.
Que al final, las obras quedan,
las gentes se van.
Ah .. como me gustaria ver esto publicado como un articulo de un periodico nacional en Cuba .. muy pronto ..
ResponderEliminarEsta rusa, tan lúcida como de costumbre.
ResponderEliminarMuy bueno, pero la palma se la lleva "Julio Iglesias, el verdadero hombre nuevo"
ResponderEliminarComo siempre, genial, divertido, entrañable y original. Y soberbiamente escrito.
ResponderEliminarYa estaba echando de menos a la Rusa.
¡Amo a este ruso¡ ¡Qué bien escribe, caray!
ResponderEliminarMe encantó leer esto.¡Qué maravilla!
ResponderEliminarGracias Camilo por este articulo que tantos recuerdos me ha traido, por cierto, hay otra pelicula espanola con records de cola " Nuevo en esta plaza " con Palomo Linares y Marisol.
ResponderEliminarAbrazos de Kike, me recuerdas? no el Jose Varona, el otro.
Me sumo al deseo del primer comentario: Quiero a La Rusa hablando en un periódico cubano. Se me acabaron los adjetivos para dorarte la píldora, pero no es necesario, tu artículo me ha transportado cuarenta años atrás. Mi madre no conoció "Los 15 de Polanca" pero se aprendió todos los singles de Julio de memoria y los cantaba mientras cocinaba. Yo mismo vi la peli unas 5 veces... en fin, nuestra memoria musical nos lleva a lugares comunes y nuestra memoria histórica grita que ya está harta de que los hijos de Lina Ruz nos sigan mutilando recuerdos, aunque sólo sean musicales. Quiero una estatua de bronce de Julio Iglesias en un parque de La Habana YA.
ResponderEliminarY como no va a tener lentes como John Lennon, no se los van a robar, jajajaja.
ResponderEliminarMe ha encantado Camilo. Yo también escribí algo sobre Julio en mi blog. Abrazos
ResponderEliminarHace más de un mes que no escribes nada en el blog... Se que tienes que pagar las cuentas, pero apura a honrar esta deuda... MujerHabitada
ResponderEliminarGracias Camilo por tu blog, aunque nos lo vayas dando a "buchitos" es igual. Una estatua tuya no pediré que hagan pero sí recomendaré LA RUSA DE BARACOA a todo el que me pregunte sobre Cuba... Una a la que recordaste las largas colas que hizo en el cine Metropólitan para disfrutar de La vida sigue igual.
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