sábado, 13 de junio de 2020



DUERME, PEQUEÑA AFRODESCENDIENTE

Madre,
A lx pequeñx afrodescediente
se le salen las extremidades inferiores de su pequeña cama con barandillas
Y la afro descendiente Mercedes
Ya no sabe qué hacer.

"Respeto tu decisión soberana de no dormirte
Pequeñx afrodescendiente
Y espero no te ofenda que haya presupuestado una nueva pequeña cama con barandillas
Equipada con capitel
Y equipada con cascabel".

"En caso de que decidas, sin presiones de mi parte, dormirte
Pondré a tu disposición una sandía de color rojo intenso.
Pero si decides democráticamente no hacerlo
Nuestrx médicx de cabecera podría solicitar, sin que ello signifique presionó de nuestra parte,
un diálogo respetuoso a fin de conocer tus demandas
y llegar a un acuerdo satisfactorio entre las partes".

"Respeto tu decisión soberana de no dormirte
Pequeñx afrodescendiente
Y espero no te ofenda que haya presupuestado una cuna de mayor tamaño
Equipada con capitel
Y equipada con cascabel".

Ignacio Villa, Esferx de Pequeños Cristales de Hielo.

domingo, 30 de junio de 2019

BILLY PORTER SINGS

"Home" es el cierre del musical "The Wiz", versión soul de "The Wizard of Oz" ambientada en una New York de fantasía, pero igualmente quebrada y caótica. Fue la primera vez que un elenco de actores negros ganó el aplauso del público "mainstream" (entiéndase: blancos) norteamericano.

Y estamos hablando de 1975, para quienes adoran decir que "los negros sí se quejan”.

Su inspiración, más que el libro de Lyman Frank Baum, fue la película de 1939 "The Wizard of Oz", que fracasó en su estreno pero se volvió un clásico cuando la televisión comenzó a trasmitirla. Los homosexuales de entonces hicieron click inmediato con la balada de la joven Judy Garland, "Over the Rainbow".

Un día le pediré un deseo a una estrella
y despertaré más allá de las nubes
donde los problemas se derriten
como gotas de limón
sobre la chimenea.

Ahí me encontrarás.

En algún lugar sobre el arcoíris
cantan los pájaros.
Ellos cantan sobre el arcoíris
¿Y por qué yo no puedo?

Ellos, como Dorothy, sabían que acá abajo no había mundo para ellos y sólo les quedaba imaginar otro.

Intentaron llegar a él de varias maneras. Apostaron por persuadir al resto de la sociedad y evitaron confrontarla. Se vistieron y actuaron como heterosexuales. Se apartaron de "las locas", esas impresentables. Apelaron a los lobbies políticos, a la lástima. Trataron de colarse por las hendijas de los derechos civiles de judíos, negros y latinos, que también los despreciaban. La sociedad seguía persiguiéndolos hasta los subterráneos mugrosos donde se refugiaban, y cuyos dueños -la mayoría heterosexuales afiliados a la Mafia- se enriquecían cobrando precios desorbitantes por una cerveza de mierda como impuesto al poder tomarle la mano a otra persona de su mismo sexo. Cuando le daba la gana, la policía allanaba esos sitios, y la prensa gustosa la acompañaba. Cazar maricones y tortilleras era el antídoto contra un cierre de edición aburrido. Exponer caras en el noticiero, nombres en la página de sucesos y empujar extraños al escarnio y el suicidio eran el safari africano que sus pobres sueldos no les podían financiar.

Hubo varios episodios de rebelión contra ese “destino manifiesto”, pero no pasaron de ser un hartazgo momentáneo. Hasta el 28 de junio de 1969, cuando en el hueco más oscuro del ya insondable submundo homosexual neoyorquino, The Stonewall Inn, frecuentado por lo más despreciado de ese conglomerado social -transexuales, homeless, drag queens, afeminados, HIV+ y prostitutas-  se les llenó la cachimba de tierra y salieron a comerse la ciudad a ladrillazos.

El romanticismo camp que suele acompañar la narrativa gay le atribuye el madrinazgo de Stonewall a la inefable Judy Garland, Dorothy envejecida y alcoholizada, cuya muerte una semana antes sin duda había impactado al conglomerado homosexual. Pero prefiero remontarme a Lenin y aquello de que el movimiento obrero sería la verdadera clase revolucionaria, porque no tenía nada que perder. La lucha por los derechos civiles de la comunidad homosexual no la darían los abogados en tribunales ni la encabezarían los que habían logrado cierto respeto social, sino quienes, contra la pared, no tenían otra casilla a donde moverse que no fuera hacia adelante.

La clase obrera de Vladimir, pero en tacones y sin camisa.

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El 28 de junio pasado, en las principales ciudades de los países que valen la pena, se celebró medio siglo de aquella ira que no se detendrá porque no hay momento más glorioso para un animal enjaulado que descubrir que puede y es su deber correr a campo traviesa.

Y como cada año, más de un ocurrente preguntó “¿Y para cuándo la Marcha por el Orgullo Heterosexual?”

Sé que tampoco esta vez servirá la explicación, pero no está de más intentarla.

Habrá Marcha por tu Orgullo cuando como heterosexual te hartes de que desde pequeño tu familia y tu entorno te desprecien por el sólo hecho de serlo. Cuando tu madre te diga que te prefiere muerto o preso o asesino, que debió haberte abortado. Cuando tu padre te muela a palos por ser así y te eche a la calle, lejos de su amparo. Cuando te arrastren del brazo al psiquiatra a que te interrogue sobre gustos sexuales cuando aún no tienes idea de qué es sexo y sólo querías jugar béisbol siendo hembra o a las muñecas aunque eres varón. Cuando te pongan en las manos del cura o en el internado de monjas o en la Academia Militar o en la escuela deportiva para que “te curen”, y esos curas y monjas y oficiales y entrenadores abusen sexualmente de ti por años bajo coerción. Cuando tengas que dar rodeos de cuadras para llegar a donde vayas para evitar encontrarte con quienes sabes que te golpearán si te ven. Cuando seas el hazmerreír de tu clase y de tu trabajo por machorra o afeminado. Cuando te hagan sentir abominado por tu dios y te convenzan de que tu único destino será morir de SIDA. Cuando te envíen a terapia de conversión (actualmente en 41 estados de los Estados Unidos es legal esa práctica), y que parte de esa terapia sea aplicarte descargas eléctrica en los genitales mientras te muestran pornografía. Cuando sólo existas como chiste denigrante en la televisión. Cuando otros desahoguen en ti el odio que se tienen por ser como tú  y cuando te hagar odiarte y sentir asco de ti mismo. 

Cuando tu preferencia sexual esté en tus registros de la Stasi, el FBI y la Seguridad del Estado, cuando te declaren “parte blanda de la sociedad” y tus grados académicos y humanos no impida que te expulsen de tu facultad o tu trabajo. Cuando te prohíban acercarte a los jóvenes de tu familia o impartir clases a tus alumnos porque los vas a pervertir y a contagiar. Cuando se te niegue la protección legal del matrimonio, el derecho al trabajo, el seguro médico de tu pareja, y se te impida procrear hijos o adoptar los que los demás heterosexuales paren irresponsablemente y abandonan. Cuando el estado totalitario azuce contra ti a las hordas del fanatismo religioso. Cuando sólo el 5% de los crímenes de odio contra tu gente llegue a tribunales. Cuando la policía pueda matarte impunemente. Cuando un alto porciento de esos crímenes incluya la violación como preámbulo. Cuando las cifras oficiales de tu país digan que tienes un promedio de vida de 35 años, que antes de alcanzar esa edad estarás muerto. Cuando las redes promuevan videos de otros heterosexuales apaleados, linchados y lapidados, mientras la turba celebra. Cuando el comentario más humano a esos horrores sea “algo habrá hecho”. Cuando tus compañeros te acosen en las redes y prefieras ahorcarte aunque no hayas cumplido 12 años. Cuando tu opción sexual le parezca a alguien suficiente motivo para coger una semiautomática, entrar a una discoteca, asesinar a 49 y herir a otros 53 extraños que sólo estaban celebrando haberle ganado un fin de semana más al desánimo. Cuando tus agresores te reduzcan a golpes, y ya en el suelo, salten sobre tu pecho hasta destrozarte la caja torácica y que las astillas perforen tus órganos vitales. Cuando, antes de ultimarte, apaguen cigarrillos sobre tu piel. Cuando tu manera de vestir te gane 120 puñaladas de unos extraños que tuviste la mala suerte de cruzarte en una calle. Cuando unos neonazis te corten los dedos de las manos  y los pies y los genitales, antes de degollarte, descuartizarte y dejar esos trozos chamuscándose en la parrilla de un parque. Cuando te lleven a las afueras de tu ciudad, te roben, te aten a una cerca, te golpeen con la culata de un revólver 21 veces hasta aplastarte el tallo cerebral, y luego te dejen a la intemperie para que mueras desangrado o de hipotermia. Cuando te castren químicamente y borren tu nombre de la historia, aunque creaste una tecnología que llevó a tu país a ganar la guerra. Y que te perdonen de dientes afuera 59 años después de haberte empujado al suicidio. O peor aún, que ni siquiera amerites eso. 

Cuando hasta el Presidente de “el país más libre del mundo” prohíba a sus embajadas ondear la bandera que te identifica durante el mes de junio, y que la ostenten en La Habana, Moscú, Beijing y Arabia Saudita, como el faro de libertad que se supone que somos. Cuando tus dolientes tengan que guardar en casa tus cenizas, por temor a que tu tumba sea saqueada y la humillación te alcance en la muerte. Cuando haya una isla llena de tumbas de fallecidos por enfermedades relacionadas con el SIDA porque nadie reclamó esos cadáveres. Cuando simplemente te desaparezcan y nadie más vuelva a saber de ti.

Cuando la heterosexualidad sea delito en 71 países y en 26 de ellos el sexo consensuado entre adultos merezca penas entre 10 años y cadena perpetua en 8 se castigue con la pena de muerte. Y cuando te armes de valor y te eches finalmente a la calle a defender tus derechos, te lluevan balas, ignominia, cárcel, mesas redondas, tortura y destierro, y lo sigas haciendo con la esperanza de que cincuenta años más tarde, tus hijos puedan medio vivir más allá del arcoíris.

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Billy Porter ya es un nombre familiar en los medios. Saltó del teatro aficionado a los escenarios de Broadway, y de ellos la televisión, donde actualmente deslumbra como Prey Tell en el show de FX Pose con su frase “The category is…” y en cuanto premio y alfombra roja lo invitan. 

El viernes pasado, cantó “Home” en la gala que celebra los 50 años de aquellas transexuales desnutridas que se cansaron de ser el último escalón de la especie humana, y que entendieron que los diálogos sólo son posibles cuando arrinconas y obligas a tu verdugo a mirarte a los ojos. 

Aunque Stonewall Inn sea desde 2016 Monumento Nacional y parada obligatoria de turistas, las Marchas del Orgullo tengan entre sus patrocinadores las principales marcas comerciales y no haya político en campaña que no corra a tomarse fotos abrazando alguien LGBTQ porque no nos aceptan, pero aprendieron que somos rentables y, albur aparte, tenemos buena espalda, Porter canta con la legitimidad que dan las heridas. Como negro y homosexual, ha tenido lo peor de ambos mundos. Llegar hasta allí, hasta aquí, ha sido y es un interminable acto de terquedad que debemos renovar cada mañana. Nada por lo que pedir perdón, y menos aún permiso. Desde su personal trinchera, cada miembro de esta heterogénea comunidad hizo un alto el viernes pasado para darse una palmadita en el hombro, antes de seguir adelante con la cabeza erguida, ya no por los que sobrevivimos sino por los que vendrán, por los que en este momento están creciendo a tu alrededor y que no merecen que les hagas la vida peor de lo que la política y la religión ya tienen planificado hacerles.

Nadie te pide que nos aceptes bajo tu techo, nadie te exige solidaridad ni que te involucres, sólo que te eches a un lado y jodas lo menos posible mientras cada cual construye su personal arcoiris, su casa, en sus términos y con sus colores.

Cuando pienso en mi casa
Pienso en un lugar
Inundado de amor.

Quisiera estar en casa
Quisiera estar de vuelta
Con las cosas que ahora conozco.

El viento que inclina los árboles
Y que de repente la lluvia tenga sentido
Que lo lave todo
Y lo haga más claro.

A lo mejor hay una oportunidad de regresar 
ahora que encontré mi norte
Sería tan bueno volver a una casa
donde haya amor y respeto
Y quizás hasta pueda convencer al tiempo
De que transcurra lentamente
Y me permita crecer.
Tiempo, sé mi amigo, déjame recomenzar. 

De pronto mi mundo se desvaneció
Cambió su rostro
Pero todavía sé a dónde me encamino.
Mi mente ha dado vueltas por el espacio
Pero aún puedo verla crecer.

Y si me estás escuchando, Dios, por favor,
no nos hagas más difícil saber
si hay que creer en lo que vemos
Dinos si debemos huir
O intentar quedarnos
O simplemente dejar que las cosas sean como son.

Vivir en este mundo nuevo
Puede parecer una fantasía
Pero me enseñó a amar
Así que es real, muy real para mí.

Y aprendí
Que buscando bien adentro
Hay un mundo lleno de amor.

Como el tuyo.
Como el mío.
Como en casa. 


sábado, 10 de mayo de 2014

NO ENTIENDO (TWEET DEMASIADO LARGO)

NOTA: Unos meses atrás decidí hacer mi último post para este blog, y luego cerrarlo. No le veía sentido mantenerlo cuando ya la Rusa había roto la maldición del deja vu, yéndose del país a reiniciar su vida en otro. En estos meses, Venezuela se nos vino encima, estemos donde estemos. Han matado amigos, han secuestrado vecinos, han gaseado y lanzado plomo contra los edificios de la zona donde vivía y donde aun me quedan afectos y familia. Hoy La Rusa decidió volver a escribir, a raíz de una controversia por twitter con dos personas que en mucho estimo, pero de las cuales en este momento, difiero. 



¿Saben qué "sirve", amigos? Guillotinar a Luis XVI y a Marie Antoinette. Fusilar al Zar y su familia en un sótano de Iekaterinbourg, y luego quemar sus restos en una fosa común. Clavarle un piolet en el cráneo a Trostsky. Detonar la calle y que el coche de Carrero Blanco salte por los aires hasta caer en la terraza interna de un edificio. Emboscar a Somoza en una carretera desierta y volarlo por los aires de un bazookazo. Y filmarlo para luego mostrarlo en festivales. 
Esas son las cosas "que sirven" para acabar con un hijo de puta, pero SÓLO LA IZQUIERDA tiene derecho a hacerlas. Los demás merecen condena y cárcel. Y eso no sólo lo piensa quienes están en el poder: también quienes se le oponen.  
Si los estudiantes venezolanos marchan con sus manos blancas: son pendejos y esa no es la via. Si hacen una guarimba: son violentos inútilmente y me coartan mi derecho al libre tránsito y esa no es la via. Si denuncian en el exterior lo que pasa en Venezuela: son ilusos y vendidos y serviles a intereses foráneos y esa no es la vía. Si hacen reuniones dentro de sus universidades o pupitrazos en las calles y los atacan y asesinan los parapoliciales chavistas: se están exponiendo a morir inútilmente, y esa no es la via. 
¿Cuál, entonces, es la vía, por Dios? 
Tengo mi TL lleno de personas a las que mucho estimo, en lo personal y lo intelectual, que sin embargo llevan meses dedicados a criticar ABSOLUTAMENTE TODO lo que se hace en la calle. Siendo ellos intelectuales, gente del arte, no he leido que hayan salido aun a una plaza a leer sus poemas, a cantar sus canciones, a poner sus voces, a EXPONERSE más alla de firmar carticas: a "embarrarse" como hacen otros de nuestro gremio, como hicieron en su momento Lorca y Eluard, incluso como Celia Gámez cuando cantó "Ya hemos pasao" celebrando la victoria del luego dictador Franco. 
La pasividad juzgando a la acción.
Llevo ya 5 meses fuera de Venezuela, y desde siempre he tenido por norte no criticar aquellos que hacen lo que mi comodidad, mis miedos y mis intereses creados me convencieron de no hacer. Bastantes broncas he tenido ya con gente que quiero defendiendo el diálogo y la integridad de la MUD como instancia. Pero sus reacciones son insólitas: atacan a título personal al Foro Penal, piden que no se impongan penas PERSONALES (no gubernamentales, no que van a afectar al país) a los intereses económicos de los más conspicuos gangsters de este gobierno, y luego desmienten a un funcionario norteamericano que testifica BAJO PALABRA en un país donde la palabra tiene un valor incuestionable. Y aún si eso no fuere cierto, si fuese tan sólo un equívoco: es evidente que la pasividad y el silencio de los partidos políticos apostaron siempre al fracaso de la rebelión, para erigirse luego en Salvadores de la Patria: son demasiado la misma mezquindad de siempre. 
No entiendo a Aveledo en sus ires y venir. Y peor aún: no quiero entenderle. Entiendo, sí, que Ramos Allup se haya mantenido a la sombra todo este tiempo, sólo para darse el gusto de un "momento brillante" en cadena nacional que se logró gracias a la presión de la gente en la calle, NO A EL NI A SU PARTIDO, para largarse un discursito que jamás entrará en los anales de la oratoria, ni siquiera en una rutina de standup. No entiendo de qué moral habla el partido Primero Justicia, cuando acepta en sus filas a un MISERABLE tamaño familiar como Ismael García, el mismo que el 11A comandaba a los paramilitares contra los manifestantes inermes (yo entre ellos). No entiendo que los partidos de oposición (y los incluyo a TODOS) no más ganan un poquito de votos por encima de los demás, pretendan imponer su opinión y derechos de pernada. 
No entiendo que en la oposición hablen de los abusos del gobierno que obliga a su empleados a marchar, cuando ellos hacen lo mismo con los suyos. No entiendo que digan que el gobierno usa los recursos de sus instancias, cuando ellos hacen lo mismo. No entiendo que se les llame showceros a Leopoldo y Maria Corina por comandar una rebeldía activa que ES LO UNICO QUE HA OBLIGADO AL GOBIERNO A SENTARSE A NEGOCIAR. Pero no entiendo que el trasfondo de Leopoldo y María Corina (y de Capriles y de todos) sea tan iletradamente retardatario, y que los debates que le proponen a la nación no sean del Siglo XXI sino del XIX. 
No entiendo y estoy harto de la homofobia manifiesta en gobierno y oposición, en la imposición del discurso católico y mariano como relato totalizante. Y que a todos les parezca tan normal. No entiendo que haya activistas LGBT que defiendan al gobierno que diariamente nos somete al escarnio y la burla del bullying de su poder. No entiendo que la lucha de un país se dignifique en las visiones de charlatanes y profetas: no entiendo que el pensamiento mágico nos invada cuando más racionales debemos ser. 
No entiendo que, a estas alturas, aun haya gente poniendo sus esperanzas en las charreteras: hasta para ser estúpido hay límites
No entiendo que hayamos dejado morir de manera tan humillante a Franklin Brito; y peor aún, que hayamos descalificado su decencia, por inusual en el país de los reacomodos y los oportunistas. No entiendo que a Lilian Tintori le haya sabido a mierda el drama de la familia Simonovis (entre otras tantas cosas) para ahora EXIGIRLE al país la solidaridad con ella y su marido, al que tampoco entiendo y en quien nunca he creído como político, pero a quien le reconozco el guáramo de hacer lo que hizo, por los móviles que fuera, pero que hizo. También reconozco a Capriles, pero tampoco entiendo que no termine de entender que es imposible enfrentar con los recursos de la democracia a un gobierno dispuesto a hacer LO QUE SEA, incluso exterminar al mas de medio país que lo adversa, para mantenerse eternamente en el poder. Que haya denunciado un fraude que nunca llegó a probarles a quienes se restearon con él (yo entre tantos). Que haya promovido un presunto video que luego resultó "encriptado", en lo que a todas vistas fue alguna negociación con el gobierno. Entiendo que la política es pragmática, pero no entiendo que nos crean tan idiotas y que pretendan venderse como solución cuando no son más que una prolongación del gobierno que es, a su vez, la magnificación impúdica de los males que le precedieron. Que si alguna vez alcanzan el poder, van a hacer lo mismo que los de hoy, pero en dirección contraria.
Y no entiendo que Capriles haya recogido velas para conservar su carrera política. Reconozco que él y los de su generación pudieran vivir fuera del país, tienen medios para eso. Pero también estoy al tanto de que la ambición política es un plan de vida. Hay quienes piensan en islas propias en el Mediterráneo, y quienes buscan una mención en los textos de Historia. Ambos son válidos, pero ninguno está por encima del otro. Ambos son ambiciones, sólo están hechas de distinta materia.
Tampoco entiendo que quienes tanto hicieron por colocar a Chavez en Miraflores, que pusieron a su servicio sus poderes mediáticos y económicos, ahora se pasen de bando sin asumir su responsabilidad de cara al país. Menos aún que supongan que debo solidarizarme con la caída que ellos mismos sembraron. No entiendo que tantos adecos sigan diciendo que con ellos se vivía mejor, sin reconocer la gran cuota que ese partido tuvo en la amoralidad que ha hecho metástasis en Venezuela. No entiendo a los comunistas que, aun hoy, cuando casi toda su bibliografía ha sido desmentida en la praxis, sigan tratando de explicar al mundo con manuales del siglo XIX, y dinamitando todo lo que no quepa en su estrecho corset teórico. 
No entiendo que aún haya gente que siga llamándole izquierda a una pandilla de mediocres y reaccionarios que bien han sabido medrar de las frustraciones ajenas, para luego ser iguales o peores que aquellos contra quienes lucharon. No entiendo que aún le sigan llamando Revolución a una monarquía familiar de 55 años en el poder, que ha descendido Cuba a niveles medievales.
No entiendo a quienes robaron todo cuando pudieron con la anuencia de Chávez, hoy vivan cómodamente dispersos por el mundo, maldiciendo sotto voce al gobierno que los enriqueció al tiempo que buscan nuevas alianzas con él para seguir desangrando sin fin las arcas públicas. No entiendo que gobiernos que se llaman adalides de la decencia, Estados Unidos a la cabeza, permitan que inviertan en ellos sus fortunas malhabidas. Sé que el dinero no tiene moral, y quien llega con las faltriqueras llenas, enseguida hallará aprobación y concurso. Entiendo que el Country Club se haya rendido al poder chavista y ofrezca sus terrenos a las ambiciones ecuestres de los nuevos millonarios, pero no entiendo que aún vayan por ahí jeremiqueando su dudosa solvencia moral. 
No entiendo la nostalgia por la arepa cuando no se hace nada por el país donde aprendieron a comerla.  
Como no sé, como no entiendo, prefiero abstenerme. Pero de igual manera pido a quienes sentencian desde la comodidad de sus dedos, que es SANGRE DE MUCHACHOS lo que corre por las calles de Venezuela, no efectos especiales; que esos niños están batiéndose, con las limitaciones propias de la edad, sin el respaldo de unos líderes pusilánimes y sin norte, y en el desconcierto de UN PAÍS PACIFICO que nunca imaginó tanto resentimiento en el prójimo, gracias a la estabilidad política y el individualismo de 40 años, que los llevó a cegarse ante problemas que no eran suyos, pero eran los problemas de otros muchos, y necesitaban solución. 
Mientras, las filas chavistas están decididas a restearse, aún con lo mas abyecto de su opción, para no perder el poder. 
Mi respeto y admiración está con los abogados que no han dormido desde que se agudizó este drama, buscando y sacando detenidos gratuitamente, denigrados de viva voz por los "buenos opositores" y apresados por el gobierno y sus prostituidos poderes. A quienes aprovechan cualquier rendija mediática oficial -un festival, un programa de tv- para recordarnos que la sindéresis aun es posible. Mi respeto también a aquellos que sacan de sus bolsillos personales para la batalla: desde el artista que dona la ganancia de sus presentaciones, hasta el anónimo que se acerca con una botella de agua y un poco de comida para los muchachos. Y a los que acá en Miami (no todos son unos degenerados, como muchos en Venezuela parecen o les conviene creer) hacen colectas para mandar medicamentos a unos manifestantes que nunca conocerán.
No entiendo, eso sí, la absoluta irresponsabilidad de quienes, en estas costas y aquellas, piden al cielo "que se arme un peo grande" que haya muchos muertos: no entiendo a quienes apuestan por una guerra civil, de uno y otro bando. No entiendo a los dirigentes opositores, que aún sabiendo que hay vándalos infiltrados entre los manifestantes -mandados por el gobierno, o simple lumpen amoral- les permitan hacer desastres sin detenerlos: ellos también están apostando al caos, mientras los partidos rivales -de la propia oposición- apuestan a su fracaso y enjuiciamento. Algún día podremos medir cuánto le han costado al país las miserias de nuestros partidos. 
No entiendo a quienes piden una intervención americana, pero tampoco a quienes SÍ PERMITEN Y APLAUDEN la vergüenza de ser la mujer abusada por una isla mendaz como Cuba y llamen traidora a María Corina cuando ellos aceptan el control de TODOS los poderes de la Nación por una fuerza de ocupación extranjera. Que no les dé asco que, junto a su bandera, ondee la de otro, ni que en sus actos se cante un himno ajeno que ofende también a los cubanos, porque ni cantarlo saben. 
No entiendo que digan ser herederos de Hugo Chávez, un charlatán con demasiadas ambiciones que se ganó la lotería de un país, y decidió COMPRARSE UNA ÉPICA de revolucionario que nunca fue. Y que toda la llamada izquierda, chula, abyecta y tarifada, le aplauda y eleve a los altares, usando la religión y la ignorancia para someter a su feligresía. Jamás Marx imaginó que se haría eso en su nombre. 
No entiendo a los chavistas que, siempre que tienen un chance, explotan de complacencia por los muertos y heridos ajenos, y fingen dolerse por los suyos, que tampoco les importan. No entiendo que se digan revolucionarios, cuando su ÚNICA razón para aplaudir al chavismo es el BENEFICIO PERSONAL que han recibido: la bequita, la chambita (o el contratote) y el mediquito cubano que en condiciones de esclavitud por deudas, les atiende mientras busca la manera de escapar del infierno de los barrios venezolanos rumbo a la tierra prometida de Miami. No entiendo que los opositores digan con orgullo que son escuálidos, majunches: que dignifiquen la ofensa. No entiendo que aceptemos ser llamados "de derecha" por boca de una derecha militar, podrida, farsesca. Que famosillos de medio pelo sean ahora "la progresía del Proceso", nombre, casualmente, conque los militares argentinos llamaron a su dictadura: El Proceso. Entiendo que un gobierno en la más absoluta orfandad ética, acepte pagar los servicios de las rameras que se ofrecen como voceras, pero no entiendo que no les dé ni un poquito de vergüenza a los chavistas que esa Corte de los Milagros sea la crema de su intelectualidad. Y escupo sobre todo aquel que intente juzgarme desde la bajeza de esa condición que se buscaron por falta de liquidez y trabajo en televisión. 
Pero sobre todo, no entiendo que aun haya gente, muchachos y muchachas, hermosos como mañanas de domingo, queriendo defender lo que el resto del país, sus mayores, no fuimos capaces de garantizarles. Que no hayan mandado al carajo a todo y todos, no se hayan ido a pasar trabajo pero a tener futuro en otros países, como hemos hecho tantos, y que sigan ahí, tercos, inmortales, optimistas, creyendo que es posible aun lograr algo por la vía de la decencia en un país que se nos va pudriendo hasta la médula. 
A ellos es a quienes menos entiendo, pero sólo Dios sabe cuánto les admiro. 

sábado, 2 de noviembre de 2013

DARSE CUENTA


Adolfo Suárez sentado a la derecha del primer escaño
 
Una gota de pura valentía vale más que un océano cobarde.
Miguel Hernández
(1910-1942)
En las primera horas de la tarde regresé a casa con mi más reciente compra nerviosa: Anatomía de un instante, la novela de Javier Cercas sobre el intento de golpe de estado del 23 de febrero de 1981 (23F) contra la naciente y aún balbuceante democracia española. La lenta cola caraqueña, con el atenuante de no ser quien manejaba, me permitió devorar su prólogo antes de bajarme del viejo taxi. Marqué una página, sin saber que, horas más tarde, necesitaría releerla. Las negritas son mías.

"Pero no fue la aparatosa discrepancia entre mi recuerdo personal del 23 de febrero y el recuerdo al parecer colectivo lo que más me llamó la atención (...), sino algo mucho menos chocante, o más elemental (...). Fue una imagen obligada en todos los reportajes televisivos sobre el golpe: (...) Adolfo Suárez petrificado en su escaño mientras, segundos después de la entrada del teniente coronel (Antonio) Tejero en el hemiciclo del Congreso, las balas de los guardias civiles zumbaban a su alrededor y todos los demás diputados presentes allí -todos menos dos: el general (Manuel) Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo- se tumban en el suelo para protegerse del tiroteo. Por supuesto, yo había visto decenas de veces esa imagen, pero por algún motivo aquel día la vi como si la viese por vez primera: los gritos, los disparos, el silencio aterrorizado del hemiciclo y aquel hombre recostado contra el repaldo de cuero azul de su escaño de presidente de gobierno, solo, estatuario y espectral en un desierto de escaños vacíos. De repente, me pareció una imagen hipnótica y radiante, minuciosamente compleja, cebada de sentido; (...) Dice (Jorge Luis) Borges que "cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es". Viendo aquel 23 de febrero a Adolfo Suárez sentado en un escaño mientras zumbaban a su alrededor las balas en el hemiciclo desierto, me pregunté si en ese momento Suárez había sabido para siempre quién era y qué significado encerraba aquella imagen".

Nunca me han gustado los héroes, porque el heroísmo tiene mucho de demencia. Tampoco las unanimidades me atraen: siempre me he preguntado qué tanto de cierto tuvo la decisión del pueblo todo de Bayamo, en Cuba, de incendiar su pequeña, próspera y amada ciudad para que no fuera retomada por las fuerzas españolas. Pero sucede que la vida está hecha de diminutas batallas cotidianas entre uno y el mundo. Que van, desde esperar el tiempo que sea necesario y no pagarle al policía o la oficinista la coima que te sugieren para dejarte ir o solucionar tu asunto, hasta el actor que finge olvidar las disparatadas órdenes del director a la hora de hacer una escena. Son microvictorias que no constan en ningún currículum ni se cuentan a los nietos: son apenas tachuelitas de colores que marcan en la conciencia de cada cual el momento en que se decidió no ser lo que no se quiere ser. 

Pequeños actos del día a día como vaciar tus bolsillos y  carteras de papelitos que no tiraste en la calle, o apartarte un poco para dejarle el paso a quien lo necesita más, o llevar a reciclaje tus botellas en un país donde nadie lo hace; pero también bajar los brazos y cerrarle la sonrisa a los responsables de la infelicidad de los tuyos, por más poderosos que sean. Y hacerlo sin alharaca, sin pretenderse mártir: con la sensatez de quien sabe que todo se trata de llegar al final de nuestras vidas con la menor cantidad de reproches posible. 

Rosa Parks (1913-2005)

Cuando la activista negra Rosa Parks fue detenida por negarse a ceder su asiento en el autobús a un blanco, dicen que dijo "Yo no soy revolucionaria: es que estaba muy cansada". Una excusa simple y a la vez enorme: definitiva y definitoria. Quizás ahí, y no antes o después, la costurera de Tuskegee entendió de qué se trataba ser ella, como tal vez Adolfo Suárez, abogado y político formado en el franquismo retardatario que en ese momento le apuntaba sus pistolas, sintió en el cuello el soplo de la Reina Mab y comprendió que en la rectitud de su columna vertebral se apoyaba todo el siglo por venir. Gutiérrez Mellado, vicepresidente y ministro de defensa de la Transición, hizo lo que se esperaba de un militar digno en un momento de indignidad: tratar de controlar a su tropa. Del otro lado del hemiciclo, el comunista Santiago Carrillo, curtido en rebeldías, tuvo el instinto de esconderse, pero luego regresó a su curul. Ambos fueron coherentes con su biografía. Pero Suárez no, y por eso ganó, en el instante preciso, por convicción o casualidad, la dimensión histórica de los imprescindibles. 

Hay tiempos en que uno debe verse más allá del individuo que es, verse desde afuera como quien mira al otro. Y entender que, por más anónimo que seas, representas a muchos, y tienes por un segundo en tus manos el privilegio de hacer algo por quienes no están ahí. Sherazade ingenió mil y una noches de historias, no para esquivar la muerte que ella misma buscó, sino para garantizarles la vida a todas las mujeres que no tenían su talento narrativo. Cuando August Landmesser, un simple trabajador de los astilleros de Hamburgo, se cruzó de brazos para no hacerle el saludo nazi a Adolf Hitler, sin pretenderlo se convirtió en un héroe icónico. 

Cuánta más presión tiene sobre sus hombros aquel a través de cuyos ojos mira una sociedad. 

Dulce María Loynaz del Castillo (1902-1997)
Más de dos décadas atrás, un diplomático español que dejó una estela de aprecios en los años que estuvo en La Habana, me contó en Bruselas una historia que posiblemente no esté en ningún libro y es probable que no haya sucedido como hoy la narro -la memoria tiene criterios editoriales- pero que incluye a dos protagonistas de postín: el comandante Fidel Castro y la poeta Dulce María Loynaz

Contó el cónsul español -o digo yo que contó- que en una fiesta de la Embajada, en el palacete que fuera de la familia Velasco-Sarrá, coincidieron el militar y la anciana escritora. Al saber que ella estaba allí, quiso verla y saludarla. Se abrió un pasillo de respeto entre el poderoso y la frágil anciana que estaba, por supuesto, sentada como la recuerdo.  Al verlo venir, se puso de pie. Y prefiero pensar que lo hizo, no con la dificultad de sus años, sino con el  peso de ser la hija del general del Ejército Mambí Enrique Loynaz del Castillo, autor también del Himno Invasor -"los machetes furiosos alcemos, /¡Muera el vil que a la Patria ultrajó!"-; de llevar entreverada, con la de sus venas, la sangre del Mayor General Ignacio Agramonte, la poeta Gertrudis Gómez de Avellaneda y el Santo católico Martín de la Ascensión; de quien fuera declarada Hija Adoptiva de las Islas Canarias, y en cuya casa del Vedado escribió Federico García Lorca su Yerma, y a cuyas manos confió el original terrible donde la estéril asesina a su esposo Juan mordiendo su yugular. Estoy casi seguro que, en los segundos en que la ayudaban a levantarse, la escritora despreciada por el poder, la que por voluntad propia se encerró en su casa a la llegada de los barbudos pero que también se negó a abandonar Cuba porque "este país lo inventó mi familia", pensó en sus infortunados hermanos Enrique y Carlos Manuel. Y en Flor, su enloquecida hermana Flor, la que de niña se le plantó a su propio padre con un "¡General, yo soy su hija, no su esclava!" y dinamitó los sótanos de su casona de La Coronela para hacerla saltar en pedazos si ese hombre que ahora se acercaba a Dulce María, osaba entrar a desalojarla. Se apoyó en su bastón como Presidente de la Academia Cubana de la Lengua Española, como la hembra que le dedicó un largo poema de amor a la momia de Tutankamón y a los últimos días de su casa. Se puso o la pusieron de pie, y cuando tuvo al Poderoso ante sus ojos, hizo una reverencia silenciosa, inclinó la cabeza según el protocolo de las Cortes contra las que su familia luchó. 

Y se fue. 

Hay momentos, como dijo Borges, en que el hombre sabe para siempre quién es. 

Astilleros de Blohm und Voss, Hamburgo, Alemania, 1936. En el mejor momento del nacional socialismo, cientos de obreros saludan la llegada de Adolf Hitler, menos uno. 55 años más tarde, una mujer reconoció en esa cara a su padre, August Landmesser (1910-1944), quien sería apresado dos años después acusado de  Rassenchande (deshonra de la raza) por casarse con una judía, y que fue luego enviado al frente, del que nunca regresó.









 

 

miércoles, 11 de septiembre de 2013

LA PAZ DEL FUTURO






Tenía 11 años el 11 de septiembre de 1973. Y aún en la inconsciencia de la edad, recuerdo que estaba jugando en casa de mis amigos Aldito y Arnold Rodríguez cuando entró por la radio la noticia del golpe de Estado contra Salvador Allende. Fue la primera vez que escuché ese término que luego me tocaría vivir en carne propia.

Más allá de entender, en la distancia de los años y la experiencia, que Chile fue el primer experimento de lo que luego en Venezuela se haría realidad: llegar al poder por la vía democrática para luego implosionarla, el salvajismo fríamente calculado de los militares aún me revuelve el estómago. Este video no sólo representa para mí la brutalidad de los uniformados chilenos sino la brutalidad de los militares todos. Y de cuanto ser humano tenga poder de fuego sobre sus semejantes, llámese policía, narcotraficante, soldado, guerrillero, sicario, brigadista de acción rápida o terrorista. 

Alguien dijo que "la guerra es la paz del futuro": el detalle terrible es que eso aplica a todos los que la hacen, tanto a la expulsión de los moros y el Holocausto como a la revolución sandinista y Al Qaeda; así a la invasión de Checoslovaquia y la muerte de Oswaldo Payá como a la Guerra Civil Española y La Noche de Los Lápices. Todos los odiantes en conflicto, actúan desde la convicción de lo correcto, y anclan en el porvenir la sangre de sus manos. En La Habana conversé con etarras que narraban, entre cervezas y los primeros atisbos de jineteras, ese instante hilarante en que explota la cabeza de un ertzaina.  Cierto o no, todos en Miramar nos enteramos de que cada vez que Tony de la Guardia se emborrachaba, contaba cómo mató "al maricón de Allende porque se iba a rendir".

Sí, en esos términos, compañeros de historia, tomando en cuenta lo implacable que debe ser la verdad.

Conocí a un guerrillero salvadoreño con cara de chino lavandero y a su compatriota, una señora mofletuda que parecía maestra de primaria, y los vi sentarse a la misma mesa del Vedado antes de que él ordenara el asesinato de ella y luego se suicidara. Sé que ambos también creían que la guerra era la paz del futuro. También quienes mataron a Roque, un poeta demasiado grande para su territorio. Y quienes usaron la muerte de Veguillas, el escenógrafo, para culpar al gremio artístico (y a los homosexuales por retruque) por introducir el SIDA en Cuba, cuando hacía rato que los valientes combatientes en Angola estaban muriendo de una extraña enfermedad aún sin nombre, pero endémica entre las piernas de las hembras donde se desahogaban.

No sé si creen en la paz, pero sí en el ejercicio impune de la guerra, quienes golpearon hace pocos días, salvajemente y en el rostro, a la actriz cubana Ana Luisa Rubio, por el único delito de pensar distinto y no callarlo. La perversión de quien se esmera en desfigurar la cara de una persona que trabaja con su cara, remueve mi humanidad tanto como las manos cortadas de Víctor Jara en los días posteriores a septiembre 11. Y me niego, desde mi asco inabarcable, a que existan gradaciones a la hora de considerar la violencia, dependiendo de la ideología sobre la que el considerante esté parado. No existen genocidas buenos y genocidas malos, dictadores reprochables por ser de derechas o venerables por disfrazarse de izquierdas. No hay golpes de estado positivos y negativos.

La guerra es la paz del futuro para todos, o no lo es para nadie.

Tuve, tengo, tendré amigos chilenos. Y me gustan porque son gente amable y enorme, un poco el Canadá o la Bélgica de los argentinos: gentilicio de chanza que en mucho supera a sus detractores. ¿Quién de mi generación no cantó, codo a codo con las letras imperdonables de Raúl Gómez, aquel "Si vas para Chile" en la voz inexperta del muchacho guitarrista y médico que salía en "Buenas Tardes"? ¿Quién no tuvo un chileno entre sus amigos, sus compañeros de clase, en la misma cuadra, jugando esa cosa incomprensible que llamaban fútbol? Ellos -y la oleada de refugiados sudamericanos que llegaron a Cuba en los 70's- nos ayudaron mucho más de lo que imaginan. Nos permitieron ser menos el pobre país que ya estábamos siendo en la oscurana de los años posteriores al Congreso de Educación y Cultura. Nos trajeron luces, acentos, tolerancia, empanadas, discos de la Rinaldi y María Elena Walsh, mate con y sin azúcar, duchitas eléctricas, ponchos, alfajores y Mafalda. Los Benvenutto uruguayos eran los únicos que recibían en su apartamento del Retiro Médico a Pedro Luis Ferrer, el magnífico trovador defenestrado al que aún nadie perdona su insolencia. Eran rebeldes, altivos, inteligentes: gloriosos a mis ojos. Uno de mis primeros amores fue un argentino y mi primer closet fue una chilena. Tuve por años en mi pared un poster con la cara de Gardel y la inscripción VERCEREMOS, así, con R, como lo pronunciaba el francés de Tacuarembó. Encima se gastaban el lujo del sarcasmo, que en mi país languidecía en unos programas de tv y radio donde nadie se podía burlar de nada y el proverbial choteo cubano que tan bien estudió Mañach, había pasado de blanco a transparente.  

A Laura Allende, una señora de cuello largo de bailarina, la conocí regando las matas de su frente, ironía de todo aquello que Jara repudió usando a Pete Seger: la casita de barrio alto, sin rejas, pero con antejardín y una hermosa entrada de autos con un Lada. Luego me enteraría consternado de su muerte, antes o después de la de Tati, su sobrina, en un tiempo en que La Habana se llenó de suicidas.

Hasta el acento sureño nos fue útil a muchos -Esther María Hernández me lo recordaba hace poco- para mimetizarnos y acceder a fiestas del Festival de Cine mucho antes de merecerlo, apoyados también en nuestra presunta "blancura" en un país abiertamente racista como el mío.

Y agradeceré siempre que, cuando se les abrieron las puertas del cómodo exilio europeo, todos los que conocí y quise decidieron permanecer en La Habana a compartir nuestras carencias, tan vírgenes aún, que cabían en el cuento del Bloqueo y no se nos ocurría achacarlas a la inoperancia del sistema.  Esos son mis sureños preferidos, porque tuvieron la grandeza de una responsabilidad que sólo alienta en las óperas italianas, y que entendí cuando la poeta Dulce María Loynaz, desde la delicada decadencia de su castellano, me explicó que no había abandonado Cuba al llegar los Castro "porque este país lo inventó mi familia". 

Y aunque nadie hablará hoy o nunca de esto, creo que lo más importante que nos legaron los exiliados de las dictaduras militares sureñas fue la posibilidad del ejercicio de la lástima como mecanismo para no ver las penas propias. Sus dramas ciertos fueron nuestra telenovela: el territorio de llanto al fondo del cual dormita la certeza de que nunca nos sucederá eso, no en esos términos. A pocas cuadras de mi casa, una turba diaria de trovadores y afines, cercaba el apartamento de su colega Mike Porcel. No le permitían trabajar, pero tampoco salir del país; le impedían ver a su hijo mientras borraban de la memoria colectiva sus canciones de éxito. Sin embargo -y me incluyo- preferíamos pasar horas escuchando a nuestros amigos sureños hablar de la violencia policial en sus tierras para acallar la violencia parapolicial en la nuestra. 

Cuánto lloramos con ellos para no llorar por nosotros, por los amigos que se perdieron en el mar, la familia que se esparcía por el mundo y a la que sólo volveríamos a ver y tocar cuando recibimos esa orden del Comandante. Cuán menos infelices fuimos comparando con las suyas nuestras infelicidades. No así, así no moriríamos; nos iríamos quizás de otra manera, por fade out, deslizándonos hasta el agua, como Alfonsina. O cayendo como un foulard terrible, desde el compartimento del tren de aterrizaje de un avión de Iberia hasta el asfalto de Barajas. Pero no así, no como ellos.

Me alegra saberlos de vuelta a sus pagos, y me enorgullece ver cuánto han crecido humanamente, cuando yo voy rumbo a mi tercera geografía en una sola vida. Quizás alguno rumie un viejo resentimiento, y eso no le hace menos que quienes se alzaron por sobre sus dolores para recomponerse el mundo. El uruguayo Alejandro Bazzano aun tiene cara de niño, y su hijo cumple hoy 11 de septiembre veintiún años. Pasaron guerras y revoluciones, perdimos unas cuantas ilusiones, no la del cuento extraordinario de seguir buscándole la quinta pata al gato que nadie interesa.

En Nueva York, los viejos y los nuevos amigos recuerdan hoy cómo y dónde estaban ese otro 11 de septiembre, el de 2001. Y descubren para su sorpresa, que es la sorpresa de todos los emigrados, que les duele esa ciudad tanto o más que las suyas, y eso no los vuelve traidores sino sobrevivientes salvados por el amor. Que no hay manera de no ser de aquí ni ser de allá: que hay que ser y estar donde se es y se está. Sin avergonzarse por ser santiaguero en el DF, villaclareño en Atocha, montevideano en Barcelona, caraqueño en Amsterdam, machiquense en Chueca o marianaense en Windsor.

Que, sí, perdimos mucho, pero ganamos algo: la íntima convicción de que el desarraigo puede ser también la paz del futuro.