Tenía 11 años el 11 de septiembre
de 1973. Y aún en la inconsciencia de la edad, recuerdo que estaba jugando en casa de mis amigos Aldito y
Arnold Rodríguez cuando entró por la radio la noticia del golpe de Estado
contra Salvador Allende. Fue la primera vez que escuché ese término que luego me tocaría vivir en carne propia.
Más allá de entender, en la
distancia de los años y la experiencia, que Chile fue el primer experimento de
lo que luego en Venezuela se haría realidad: llegar al poder por la vía
democrática para luego implosionarla, el salvajismo fríamente calculado de los
militares aún me revuelve el estómago. Este video no sólo representa para mí la
brutalidad de los uniformados chilenos sino la brutalidad de los militares todos.
Y de cuanto ser humano tenga poder de fuego sobre sus semejantes, llámese
policía, narcotraficante, soldado, guerrillero, sicario, brigadista de acción
rápida o terrorista.
Alguien dijo que "la guerra
es la paz del futuro": el detalle terrible es que eso aplica a todos los
que la hacen, tanto a la expulsión de los moros y el Holocausto como a la
revolución sandinista y Al Qaeda; así a la invasión de Checoslovaquia y la
muerte de Oswaldo Payá como a la Guerra Civil Española y La Noche de Los
Lápices. Todos los odiantes en conflicto, actúan desde la convicción de lo
correcto, y anclan en el porvenir la sangre de sus manos. En La Habana conversé con etarras
que narraban, entre cervezas y los primeros atisbos de jineteras, ese instante
hilarante en que explota la cabeza de un ertzaina. Cierto o no, todos en Miramar nos enteramos de que cada vez
que Tony de la Guardia se emborrachaba, contaba cómo mató "al maricón de
Allende porque se iba a rendir".
Sí, en esos términos, compañeros
de historia, tomando en cuenta lo implacable que debe ser la verdad.
Conocí a un guerrillero
salvadoreño con cara de chino lavandero y a su compatriota, una señora
mofletuda que parecía maestra de primaria, y los vi sentarse a la misma mesa
del Vedado antes de que él ordenara el asesinato de ella y luego se suicidara.
Sé que ambos también creían que la guerra era la paz del futuro. También
quienes mataron a Roque, un poeta demasiado grande para su territorio. Y
quienes usaron la muerte de Veguillas, el escenógrafo, para culpar al gremio
artístico (y a los homosexuales por retruque) por introducir el SIDA en Cuba,
cuando hacía rato que los valientes combatientes en Angola estaban muriendo de
una extraña enfermedad aún sin nombre, pero endémica entre las piernas de las hembras
donde se desahogaban.
No sé si creen en la paz, pero sí
en el ejercicio impune de la guerra, quienes golpearon hace pocos días,
salvajemente y en el rostro, a la actriz cubana Ana Luisa Rubio, por el único
delito de pensar distinto y no callarlo. La perversión de quien se esmera en
desfigurar la cara de una persona que trabaja con su cara, remueve mi humanidad
tanto como las manos cortadas de Víctor Jara en los días posteriores a
septiembre 11. Y me niego, desde mi asco inabarcable, a que
existan gradaciones a la hora de considerar la violencia, dependiendo de la
ideología sobre la que el considerante esté parado. No existen genocidas buenos y
genocidas malos, dictadores reprochables por ser de derechas o venerables por
disfrazarse de izquierdas. No hay golpes de estado positivos y
negativos.
La guerra es la paz del futuro
para todos, o no lo es para nadie.
Tuve, tengo, tendré amigos
chilenos. Y me gustan porque son gente amable y enorme, un poco el Canadá o la
Bélgica de los argentinos: gentilicio de chanza que en mucho supera a sus
detractores. ¿Quién de mi generación no cantó, codo a codo con las letras
imperdonables de Raúl Gómez, aquel "Si vas para Chile" en la voz
inexperta del muchacho guitarrista y médico que salía en "Buenas
Tardes"? ¿Quién no tuvo un chileno entre sus amigos, sus compañeros de
clase, en la misma cuadra, jugando esa cosa incomprensible que llamaban fútbol?
Ellos -y la oleada de refugiados sudamericanos que llegaron a Cuba en los 70's-
nos ayudaron mucho más de lo que imaginan. Nos permitieron ser menos el pobre
país que ya estábamos siendo en la oscurana de los años posteriores al Congreso
de Educación y Cultura. Nos trajeron luces, acentos, tolerancia, empanadas,
discos de la Rinaldi y María Elena Walsh, mate con y sin azúcar, duchitas
eléctricas, ponchos, alfajores y Mafalda. Los Benvenutto uruguayos eran los
únicos que recibían en su apartamento del Retiro Médico a Pedro Luis Ferrer, el
magnífico trovador defenestrado al que aún nadie perdona su insolencia. Eran
rebeldes, altivos, inteligentes: gloriosos a mis ojos. Uno de mis primeros amores fue un
argentino y mi primer closet fue una chilena. Tuve por años en mi pared un
poster con la cara de Gardel y la inscripción VERCEREMOS, así, con R, como lo pronunciaba
el francés de Tacuarembó. Encima se gastaban el lujo del sarcasmo, que
en mi país languidecía en unos programas de tv y radio donde nadie se podía
burlar de nada y el proverbial choteo cubano que tan bien estudió Mañach, había
pasado de blanco a transparente.
A Laura Allende, una señora de
cuello largo de bailarina, la conocí regando las matas de su frente, ironía de
todo aquello que Jara repudió usando a Pete Seger: la casita de barrio alto,
sin rejas, pero con antejardín y una hermosa entrada de autos con un Lada.
Luego me enteraría consternado de su muerte, antes o después de la de Tati, su
sobrina, en un tiempo en que La Habana se llenó de suicidas.
Hasta el acento sureño nos fue
útil a muchos -Esther María Hernández me lo recordaba hace poco- para
mimetizarnos y acceder a fiestas del Festival de Cine mucho antes de merecerlo,
apoyados también en nuestra presunta "blancura" en un país
abiertamente racista como el mío.
Y agradeceré siempre que, cuando
se les abrieron las puertas del cómodo exilio europeo, todos los que conocí y
quise decidieron permanecer en La Habana a compartir nuestras carencias, tan
vírgenes aún, que cabían en el cuento del Bloqueo y no se nos ocurría
achacarlas a la inoperancia del sistema. Esos son mis sureños preferidos, porque tuvieron la grandeza de
una responsabilidad que sólo alienta en las óperas italianas, y que entendí
cuando la poeta Dulce María Loynaz, desde la delicada decadencia de su
castellano, me explicó que no había abandonado Cuba al llegar los Castro
"porque este país lo inventó mi familia".
Y aunque nadie hablará hoy o
nunca de esto, creo que lo más importante que nos legaron los exiliados de las
dictaduras militares sureñas fue la posibilidad del ejercicio de la lástima
como mecanismo para no ver las penas propias. Sus dramas ciertos fueron nuestra
telenovela: el territorio de llanto al fondo del cual dormita la certeza de que
nunca nos sucederá eso, no en esos términos. A pocas cuadras de mi casa, una
turba diaria de trovadores y afines, cercaba el apartamento de su colega Mike
Porcel. No le permitían trabajar, pero tampoco salir del país; le impedían ver
a su hijo mientras borraban de la memoria colectiva sus canciones de éxito. Sin
embargo -y me incluyo- preferíamos pasar horas escuchando a nuestros amigos
sureños hablar de la violencia policial en sus tierras para acallar la
violencia parapolicial en la nuestra.
Cuánto lloramos con ellos para no
llorar por nosotros, por los amigos que se perdieron en el mar, la familia que
se esparcía por el mundo y a la que sólo volveríamos a ver y tocar cuando
recibimos esa orden del Comandante. Cuán menos infelices fuimos comparando con
las suyas nuestras infelicidades. No así, así no moriríamos; nos iríamos quizás de
otra manera, por fade out, deslizándonos
hasta el agua, como Alfonsina. O cayendo como un foulard terrible, desde el compartimento
del tren de aterrizaje de un avión de Iberia hasta el asfalto de Barajas. Pero
no así, no como ellos.
Me alegra saberlos de vuelta a
sus pagos, y me enorgullece ver cuánto han crecido humanamente, cuando yo voy rumbo a mi tercera geografía en una sola vida. Quizás alguno
rumie un viejo resentimiento, y eso no le hace menos que quienes se alzaron
por sobre sus dolores para recomponerse el mundo. El uruguayo Alejandro Bazzano
aun tiene cara de niño, y su hijo cumple hoy 11 de septiembre veintiún años.
Pasaron guerras y revoluciones, perdimos unas cuantas ilusiones, no la del
cuento extraordinario de seguir buscándole la quinta pata al gato que nadie
interesa.
En Nueva York, los viejos y los
nuevos amigos recuerdan hoy cómo y dónde estaban ese otro 11 de septiembre, el
de 2001. Y descubren para su sorpresa, que es la sorpresa de todos los emigrados,
que les duele esa ciudad tanto o más que las suyas, y eso no los vuelve
traidores sino sobrevivientes salvados por el amor. Que no hay manera de no ser
de aquí ni ser de allá: que hay que ser y estar donde se es y se está. Sin
avergonzarse por ser santiaguero en el DF, villaclareño en Atocha, montevideano
en Barcelona, caraqueño en Amsterdam, machiquense en Chueca o marianaense en
Windsor.
Que, sí, perdimos mucho, pero
ganamos algo: la íntima convicción de que el desarraigo puede ser también la
paz del futuro.