Adolfo Suárez sentado a la derecha del primer escaño
Una gota de pura valentía vale más que un océano cobarde.
Miguel Hernández
(1910-1942)
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En las primera horas de la tarde regresé a casa con mi más reciente compra nerviosa: Anatomía de un instante, la novela de Javier Cercas sobre el intento de golpe de estado del 23 de febrero de 1981 (23F) contra la
naciente y aún balbuceante democracia española. La lenta cola caraqueña, con el atenuante de no ser quien manejaba, me
permitió devorar su prólogo antes de bajarme del viejo taxi. Marqué una página, sin saber que, horas más
tarde, necesitaría releerla. Las negritas son mías.
"Pero
no fue la aparatosa discrepancia entre mi recuerdo personal del 23 de
febrero y el recuerdo al parecer colectivo lo que más me llamó la
atención (...), sino algo mucho menos chocante, o más elemental (...).
Fue una imagen obligada en todos los reportajes televisivos sobre el
golpe: (...) Adolfo Suárez petrificado en su escaño
mientras, segundos después de la entrada del teniente coronel (Antonio) Tejero en
el hemiciclo del Congreso, las balas de los guardias civiles zumbaban a
su alrededor y todos los demás diputados presentes allí -todos menos
dos: el general (Manuel) Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo- se
tumban en el suelo para protegerse del tiroteo. Por supuesto, yo había
visto decenas de veces esa imagen, pero por algún motivo aquel día la vi
como si la viese por vez primera: los gritos, los disparos, el silencio
aterrorizado del hemiciclo y aquel hombre recostado contra el repaldo
de cuero azul de su escaño de presidente de gobierno, solo, estatuario y espectral en un desierto de escaños vacíos.
De repente, me pareció una imagen hipnótica y radiante, minuciosamente
compleja, cebada de sentido; (...) Dice (Jorge Luis) Borges que "cualquier destino,
por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento:
el momento en que el hombre sabe para siempre quién es". Viendo
aquel 23 de febrero a Adolfo Suárez sentado en un escaño mientras
zumbaban a su alrededor las balas en el hemiciclo desierto, me pregunté
si en ese momento Suárez había sabido para siempre quién era y qué
significado encerraba aquella imagen".
Nunca
me han gustado los héroes, porque el heroísmo tiene mucho de demencia.
Tampoco las unanimidades me atraen: siempre me he preguntado qué tanto
de cierto tuvo la decisión del pueblo todo de Bayamo, en Cuba, de
incendiar su pequeña, próspera y amada ciudad para que no fuera retomada
por las fuerzas españolas. Pero sucede que la vida está hecha de
diminutas batallas cotidianas entre uno y el mundo. Que van, desde esperar el tiempo que sea necesario y no pagarle al policía o la oficinista la coima que te sugieren para dejarte ir o solucionar tu asunto, hasta el actor que finge olvidar las disparatadas órdenes del director a la hora de hacer una escena. Son microvictorias que no constan en ningún currículum ni se cuentan a los nietos: son apenas tachuelitas de colores que marcan en la conciencia de cada cual el momento en que se decidió no ser lo que no se quiere ser.
Pequeños actos del día a día como vaciar tus bolsillos y carteras de papelitos que no tiraste en la calle, o apartarte un poco para dejarle el paso a quien lo necesita más, o llevar a reciclaje tus botellas en un país donde nadie lo hace; pero también bajar los brazos y cerrarle la sonrisa a los responsables de la infelicidad de los tuyos, por más poderosos que sean. Y hacerlo sin alharaca, sin pretenderse mártir: con la sensatez de quien sabe que todo se trata de llegar al final de nuestras vidas con la menor cantidad de reproches posible.
Cuando la activista negra Rosa Parks fue detenida por negarse a ceder su asiento en el autobús a un blanco, dicen que dijo "Yo no soy revolucionaria: es que estaba muy cansada". Una excusa simple y a la vez enorme: definitiva y definitoria. Quizás ahí, y no antes o después, la costurera de Tuskegee entendió de qué se trataba ser ella, como tal vez Adolfo Suárez, abogado y político formado en el franquismo retardatario que en ese momento le apuntaba sus pistolas, sintió en el cuello el soplo de la Reina Mab y comprendió que en la rectitud de su columna vertebral se apoyaba todo el siglo por venir. Gutiérrez Mellado, vicepresidente y ministro de defensa de la Transición, hizo lo que se esperaba de un militar digno en un momento de indignidad: tratar de controlar a su tropa. Del otro lado del hemiciclo, el comunista Santiago Carrillo, curtido en rebeldías, tuvo el instinto de esconderse, pero luego regresó a su curul. Ambos fueron coherentes con su biografía. Pero Suárez no, y por eso ganó, en el instante preciso, por convicción o casualidad, la dimensión histórica de los imprescindibles.
Hay tiempos en que uno debe verse más allá del individuo que es, verse desde afuera como quien mira al otro. Y entender que, por más anónimo que seas, representas a muchos, y tienes por un segundo en tus manos el privilegio de hacer algo por quienes no están ahí. Sherazade ingenió mil y una noches de historias, no para esquivar la muerte que ella misma buscó, sino para garantizarles la vida a todas las mujeres que no tenían su talento narrativo. Cuando August Landmesser, un simple trabajador de los astilleros de Hamburgo, se cruzó de brazos para no hacerle el saludo nazi a Adolf Hitler, sin pretenderlo se convirtió en un héroe icónico.
Cuánta más presión tiene sobre sus hombros aquel a través de cuyos ojos mira una sociedad.
Más de dos décadas atrás, un diplomático español que dejó una estela de aprecios en los años que estuvo en La Habana, me contó en Bruselas una historia que posiblemente no esté en ningún libro y es probable que no haya sucedido como hoy la narro -la memoria tiene criterios editoriales- pero que incluye a dos protagonistas de postín: el comandante Fidel Castro y la poeta Dulce María Loynaz.
Contó el cónsul español -o digo yo que contó- que en una fiesta de la Embajada, en el palacete que fuera de la familia Velasco-Sarrá, coincidieron el militar y la anciana escritora. Al saber que ella estaba allí, quiso verla y saludarla. Se abrió un pasillo de respeto entre el poderoso y la frágil anciana que estaba, por supuesto, sentada como la recuerdo. Al verlo venir, se puso de pie. Y prefiero pensar que lo hizo, no con la dificultad de sus años, sino con el peso de ser la hija del general del Ejército Mambí Enrique Loynaz del Castillo, autor también del Himno Invasor -"los machetes furiosos alcemos, /¡Muera el vil que a la Patria ultrajó!"-; de llevar entreverada, con la de sus venas, la sangre del Mayor General Ignacio Agramonte, la poeta Gertrudis Gómez de Avellaneda y el Santo católico Martín de la Ascensión; de quien fuera declarada Hija Adoptiva de las Islas Canarias, y en cuya casa del Vedado escribió Federico García Lorca su Yerma, y a cuyas manos confió el original terrible donde la estéril asesina a su esposo Juan mordiendo su yugular. Estoy casi seguro que, en los segundos en que la ayudaban a levantarse, la escritora despreciada por el poder, la que por voluntad propia se encerró en su casa a la llegada de los barbudos pero que también se negó a abandonar Cuba porque "este país lo inventó mi familia", pensó en sus infortunados hermanos Enrique y Carlos Manuel. Y en Flor, su enloquecida hermana Flor, la que de niña se le plantó a su propio padre con un "¡General, yo soy su hija, no su esclava!" y dinamitó los sótanos de su casona de La Coronela para hacerla saltar en pedazos si ese hombre que ahora se acercaba a Dulce María, osaba entrar a desalojarla. Se apoyó en su bastón como Presidente de la Academia Cubana de la Lengua Española, como la hembra que le dedicó un largo poema de amor a la momia de Tutankamón y a los últimos días de su casa. Se puso o la pusieron de pie, y cuando tuvo al Poderoso ante sus ojos, hizo una reverencia silenciosa, inclinó la cabeza según el protocolo de las Cortes contra las que su familia luchó.
Y se fue.
Hay momentos, como dijo Borges, en que el hombre sabe para siempre quién es.
Pequeños actos del día a día como vaciar tus bolsillos y carteras de papelitos que no tiraste en la calle, o apartarte un poco para dejarle el paso a quien lo necesita más, o llevar a reciclaje tus botellas en un país donde nadie lo hace; pero también bajar los brazos y cerrarle la sonrisa a los responsables de la infelicidad de los tuyos, por más poderosos que sean. Y hacerlo sin alharaca, sin pretenderse mártir: con la sensatez de quien sabe que todo se trata de llegar al final de nuestras vidas con la menor cantidad de reproches posible.
Rosa Parks (1913-2005) |
Cuando la activista negra Rosa Parks fue detenida por negarse a ceder su asiento en el autobús a un blanco, dicen que dijo "Yo no soy revolucionaria: es que estaba muy cansada". Una excusa simple y a la vez enorme: definitiva y definitoria. Quizás ahí, y no antes o después, la costurera de Tuskegee entendió de qué se trataba ser ella, como tal vez Adolfo Suárez, abogado y político formado en el franquismo retardatario que en ese momento le apuntaba sus pistolas, sintió en el cuello el soplo de la Reina Mab y comprendió que en la rectitud de su columna vertebral se apoyaba todo el siglo por venir. Gutiérrez Mellado, vicepresidente y ministro de defensa de la Transición, hizo lo que se esperaba de un militar digno en un momento de indignidad: tratar de controlar a su tropa. Del otro lado del hemiciclo, el comunista Santiago Carrillo, curtido en rebeldías, tuvo el instinto de esconderse, pero luego regresó a su curul. Ambos fueron coherentes con su biografía. Pero Suárez no, y por eso ganó, en el instante preciso, por convicción o casualidad, la dimensión histórica de los imprescindibles.
Hay tiempos en que uno debe verse más allá del individuo que es, verse desde afuera como quien mira al otro. Y entender que, por más anónimo que seas, representas a muchos, y tienes por un segundo en tus manos el privilegio de hacer algo por quienes no están ahí. Sherazade ingenió mil y una noches de historias, no para esquivar la muerte que ella misma buscó, sino para garantizarles la vida a todas las mujeres que no tenían su talento narrativo. Cuando August Landmesser, un simple trabajador de los astilleros de Hamburgo, se cruzó de brazos para no hacerle el saludo nazi a Adolf Hitler, sin pretenderlo se convirtió en un héroe icónico.
Cuánta más presión tiene sobre sus hombros aquel a través de cuyos ojos mira una sociedad.
Dulce María Loynaz del Castillo (1902-1997) |
Contó el cónsul español -o digo yo que contó- que en una fiesta de la Embajada, en el palacete que fuera de la familia Velasco-Sarrá, coincidieron el militar y la anciana escritora. Al saber que ella estaba allí, quiso verla y saludarla. Se abrió un pasillo de respeto entre el poderoso y la frágil anciana que estaba, por supuesto, sentada como la recuerdo. Al verlo venir, se puso de pie. Y prefiero pensar que lo hizo, no con la dificultad de sus años, sino con el peso de ser la hija del general del Ejército Mambí Enrique Loynaz del Castillo, autor también del Himno Invasor -"los machetes furiosos alcemos, /¡Muera el vil que a la Patria ultrajó!"-; de llevar entreverada, con la de sus venas, la sangre del Mayor General Ignacio Agramonte, la poeta Gertrudis Gómez de Avellaneda y el Santo católico Martín de la Ascensión; de quien fuera declarada Hija Adoptiva de las Islas Canarias, y en cuya casa del Vedado escribió Federico García Lorca su Yerma, y a cuyas manos confió el original terrible donde la estéril asesina a su esposo Juan mordiendo su yugular. Estoy casi seguro que, en los segundos en que la ayudaban a levantarse, la escritora despreciada por el poder, la que por voluntad propia se encerró en su casa a la llegada de los barbudos pero que también se negó a abandonar Cuba porque "este país lo inventó mi familia", pensó en sus infortunados hermanos Enrique y Carlos Manuel. Y en Flor, su enloquecida hermana Flor, la que de niña se le plantó a su propio padre con un "¡General, yo soy su hija, no su esclava!" y dinamitó los sótanos de su casona de La Coronela para hacerla saltar en pedazos si ese hombre que ahora se acercaba a Dulce María, osaba entrar a desalojarla. Se apoyó en su bastón como Presidente de la Academia Cubana de la Lengua Española, como la hembra que le dedicó un largo poema de amor a la momia de Tutankamón y a los últimos días de su casa. Se puso o la pusieron de pie, y cuando tuvo al Poderoso ante sus ojos, hizo una reverencia silenciosa, inclinó la cabeza según el protocolo de las Cortes contra las que su familia luchó.
Y se fue.
Hay momentos, como dijo Borges, en que el hombre sabe para siempre quién es.